Manuela la mujer (XIV)

El Dr. Thorne, hombre frio, calculador, volcánico, antirrevolucionario y ultra metódico, se inclina a la falsa comprensión, analiza nuevamente a su mujer y se equivoca, le otorga la razón al considerar que las relaciones con Bolívar son puramente emocionales y que son obra de admiración, entusiasmo, respeto y deslumbramiento hacia ese indomable rebelde y no se imagina traicionado alguna vez por su mujer, Bolívar nunca podía ser mas varón que él. Encuentra varias razones que lo autosugestionan y lo auto disponen a perdonar esos ridículos excesos, (como él los llamaba) a cambio de conservar a Manuela consigo, lo que declarara enfáticamente mucho mas tarde.

Manuela no atiende a ese perdón religioso y primitivo, sabe que solo se trata de un ritual al mito metódico y personalista de aquel hombre que se mueve en sentido inverso, tragedia inglesa aferrada tan solo a una forma cultural colonial.

En un escrito de Boussingaul, describe lo siguiente:

“Era generalmente la noche cuando Manuelita visita al General. Llego allí una vez que no era esperada. Hete aquí que encontró en el lecho de Bolívar un magnifico arete de diamantes. Hubo entonces una escena indescriptible: Manuelita, furiosa, quería absolutamente arrancarle los ojos al Libertador. Era entonces una vigorosa mujer; apresaba también a su infiel, que el pobre gran hombre se ve obligado a pedir socorro. Dos edecanes lograron con mucho trabajo librarlo de la tigresa, mientras Bolívar no cesaba de decirle: “Manuela, tú te pierdes”. Las uñas- muy bonitas uñas- habían hecho tales arañazos en la cara del infortunado que durante varios días no dejo el cuarto a causa de un resfriado, como se decía en el estado mayor. Pero durante esos mismos días recibió los cuidados mas solícitos, mas tiernos, de su querida gata”.

No queda duda, ese incidente revela las aventuras amorosas de Bolívar mantenidas durante su permanencia en Lima y por otra parte, que Manuela no aceptaba otra fiesta de amor a menos que fuera la suya. Gozaba y disfrutaba de una muy amplia libertad, tolerada por su mítico marido. El deseo de Bolívar fue el más terrible, el más revuelto y ebrio, el más tirante y árido que la llevaba hasta los extremos que producen el celo, tal y como aquí lo palpamos.

Durante este mismo tiempo encuentro una famosa declaración amorosa de Bolívar hacia una oculta dama Limeña, a quien manifiesta lo siguiente:

“Señora: anoche encontré la carta que usted ha tenido la bondad de escribirme y que tanto me ha dado en que pensar. Desde luego que mi deseo ha sido el de complacer a usted en oír cuanto usted tiene que decirme. Pero, ¿de que me servirá todo esto? De nada absolutamente. En la situación de usted, en la mía, yo no encuentro otro recurso digno de usted, de su honor, de su reputación y de su familia que el de olvidar cuanto ha pasado, que, aunque de ninguna consecuencia, al fin podría serle a usted funesto y a mi deshonroso. Medite usted un solo instante los resultados que podría tener un mal paso dado por usted o por mí. Medite usted un momento si a mi me fuera permitido tener otro objeto respeto a usted que el de obtener su mano y medite si esto podría suceder. No, mi señora, no podría suceder, por razones que usted nunca dejara de penetrar”.

Ya lo dije, Bolívar fue como el marino, en cada puerto una aventura, pero no paso de ahí. Fue difícil, puedo asegurar que nunca se realizo, ninguna mujer, llego a perforar el corazón del Libertador, iniciado en el amor en aquellos refinados salones de Paris. Solo Manuela Sáenz, la mujer, se atrevió a hacerlo y lograrlo llenándole todos sus anhelos y cubriéndole todas sus ambiciones. Desde aquel junio de 1822 hasta el día de su muerte. Preciosas mujeres estuvieron entre sus brazos y llenaron el momento de las necesidades de varón, pero ninguna dejo huella. Solo Manuela la quiteña perforo su corazón y se arraigo en él para siempre. Las infidelidades del amante como también las de ella, sirvieron, aunque parezca mentira, solo para unirlos estrechamente en un solo corazón a pesar de saberse indómitos para vivir juntos en interrumpible tranquilidad.

(Continuará…)


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Víctor J. Rodríguez Calderón


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