La ética ecológica debe partir del reconocimiento de que los recursos naturales vitales, agua, aire, suelos, vegetación, fauna, son todos propiedades colectivas, aunque los mecanismos de legitimación de la propiedad privada, históricamente impuestos por las clases dominantes en el planeta, se empeñen en demostrar con leyes inventadas al efecto, que son transables y por lo tanto sujetos de una economía basada en el mercado, sin lugar para quienes carecen de medios para adquirirlos, o por lo menos tener acceso condicionado a ellos. La ética ecológica es la ética de la vida, y nada es más ajeno al derecho a la vida, a la plenitud de su expansión, que la concepción neoliberal desarrollada en occidente e impuesta a través de medios militares y comunicacionales a todo el mundo, según la cual la propiedad privada reina sobre la colectiva y la razón de la fuerza se impone a la razón de la naturaleza, a la evolución orgánica, a la diversidad biológica, cultural, étnica, de pensamiento, etc.
Ni la ciencia ni la educación han sido ni podrán ser indiferentes a los intereses políticos de grupos y clases sociales, que en esencia son las fuentes para el desarrollo de ideologías y sistemas de gobierno en todo el mundo. Ya desde la invasión de nuestro continente por los europeos en los últimos años del siglo XV, se impuso en estas tierras la ideología de los conquistadores, a través de la destrucción de cualquier forma de civilización nativa, empezando por la negación del carácter humano de los nativos. La eliminación masiva de las etnias autóctonas por métodos militares, por el contagio de enfermedades para las cuales nuestros indígenas carecían de anticuerpos, o a través de la siembra del miedo a los invasores por formas más sutiles, pero también más eficaces como las practicadas por los misioneros religiosos al servicio de los intereses de las coronas europeas, tal como lo narra magistralmente Galeano en sus “Venas Abiertas”, se tradujo en la sobrevivencia de unos pocos grupos indígenas en zonas marginales del país, donde las selvas tropicales los ponían al abrigo de los “civilizadores” europeos. En el colmo de la injusticia, el descubrimiento desde la segunda mitad del siglo XX, de la existencia de minerales valiosos en las zonas de refugio donde tuvieron que confinarse los indígenas, abrió nuevamente las fauces del capitalismo voraz, para proseguir un exterminio, que en realidad jamás se ha detenido.
En nuestra América del Sur, a través del catolicismo históricamente aliado de los poderosos (¿cuándo se ha visto un obispo pobre?), se fueron enraizando en la mentalidad colectiva, dos ideas paralizantes: por una parte el respeto a los terratenientes, dueños del gran capital en la época, y por otra la resignación de la mayoría mestiza a ser pobre por mandato divino. En el caso venezolano, los curas jugaron un papel fundamental en inculcar el sometimiento de los pobres y de los esclavos ante los dueños de las grandes haciendas cacaoteras, generalmente descendientes directos de los blancos peninsulares o mantuanos. Con ello comenzó a generarse quizás desde el siglo XIX una vez extirpados los últimos vestigios de resistencia indígena y avanzada la trata de esclavos africanos, una segregación económico-racial que permitía asociar pobreza con colores de piel oscuras, cobrizas o morenas, y riqueza con tez blanca, aunque en Venezuela, bueno es reconocerlo, la promiscuidad española permitió una mezcolanza mucho mayor que la que se dio en otros países andinos o en el Brasil.
En tiempos más recientes, y con tan honrosas como escasas excepciones, las escuelas públicas o privadas regentadas por religiosos y religiosas católicos, fueron fuente del adoctrinamiento silencioso de generaciones de venezolanos, incluyendo las que crecieron bajo las dictaduras de Gómez y de Pérez Jiménez, las cuatro décadas de la Cuarta República y el presente. Si bien el papel de la educación católica en la preservación del status quo ha sido una constante desde la invasión española, en la actualidad bajo la crispación de la derecha, originada por el talante del Presidente Chávez y su empeño en lograr un reparto más equitativo del ingreso y las oportunidades, su actividad política se ha acentuado, como lo manifiestan frecuentemente por los medios de comunicación privados, los voceros de la alta jerarquía eclesiástica, cuyo comportamiento es más de líderes y cancerberos de la oligarquía, que de pastores religiosos. Al respecto basta escuchar las frecuentes proclamas recalcitrantes del adeco obispo de Coro.
Pero además del flanco religioso, en el ámbito de la tecnología se dejó colar no sólo en Venezuela sino también en el resto del Sudamérica, el enfoque que privilegia el quehacer de los ingenieros, supuestamente porque son quienes “resuelven los problemas importantes”, frente al de los ambientalistas o “come flores” que cuidan las plantas, o los sociólogos que “pretenden resolver asuntos que deben enfrentarse individualmente”. Todo esto forma parte de la mitología capitalista subdesarrollada, que una verdadera revolución socialista tiene que desmontar y superar, para crear una generación nueva con principios ecológicos y amor a la vida.
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