Al hablar de Cumaná, quien cumplió 509 años de fundada el 27 próximo pasado, se mencionará a Fray Pedro de Córdova, de los fundadores y luego del Mariscal, de Vicente Emparan, quien fue gobernador de esa Provincia y luego Capitán General de la Capitanía General de Venezuela, destituido el 19 de abril de 1818, de sus grandes poetas, como Ramos Sucre y Andrés Eloy Blanco y de muchos que en ella nacieron y, en distintos ámbitos, dejaron sus huellas.
Hasta pudieran recordar a aquel guerrillero que fue Pedro Elías Aristeguieta, quien dejó esperando a los invasores de 1929, el mismo año del terremoto, encabezados por Ramón Delgado Chalbaud, quienes llegaron a la ciudad, por vía marítima en el barco Falke, con la intención de iniciar una guerra contra Gómez, pero por falta de respaldo fueron derrotados, unos huyeron en el mismo barco y otros fueron acribillados a balazos, como el comandante invasor y Armando Zuloaga Blanco. El esperado y acordado respaldo de Pedro Elías Aristeguieta, quien se movía por los lados de Cumanacoa, nunca llegó y de esto, por lo menos yo, nunca he sabido de una explicación sensata, pero voy a buscarla. Pero estos, por sus méritos y hasta conexiones, tuvieron quienes les nombraran y seguirán haciéndolo.
Entonces, dado esa tarea está hecha y sobra quien la haga, si algo queda, yo me ocuparé de "los innombrables" o de quienes nadie se acuerda, porque no les interesa; y lo haré, no sólo porque existieron y hasta por su vida misma dejaron huella, no pasaron desapercibidos, pese persista una cultura que pretenda olvidarlos o ignorarlos, pero en muchos como yo, dejaron bellos recuerdos y por ello, quiero que sus memorias sigan vivas y hasta de noche, sus fantasmas deambulen por las viejas calles. Fueron, para los niños y adolescentes como yo y unos cuantos, más significativos que muchos que se nombran. Recomiendo a quienes esto lean, buscar en mis novelas "El Crimen más grande del mundo" y "Los Perdedores", muchos más personajes de estos que nadie nombra, como el torero Pedro Padilla, el único torero negro de su tiempo, con bautizo, como maestro del toreo en la plaza "Las Ventas" de Madrid e hijo de Cumaná; Papaíto, el electricista de la planta eléctrica de la familia Briceño y hasta Félix Vargas Chacón, El Cumanés, para muchos y "Cumbele" para los cumaneses de mi tiempo.
De los personajes como Juancho "La Pechuga" y "La Purpurina", nadie supo nunca de dónde salieron, ni cuándo aparecieron por primera vez en los espacios que luego hicieron suyos y se convirtieron como parte del paisaje y de la vida misma de la gente toda. Son de aquellos que no aparecen en ningún registro, pese sus huellas y recuerdos están esparcidos en la calle. Por esto, gozan de un significativo privilegio; quedan para siempre grabados en la memoria nada frágil y por demás generosa de los niños y jóvenes que más tarde, ya viejos, pudieran recordarlos como lo hago yo ahora. Quienes eran viejos, cuando Juancho y "La Purpurina", nos alegraban la vida, a ellos ignoraron, porque sus recuerdos estaban llenos de otros personajes, quizás como aquellos, de su tiempo infantil.
De Juancho, nadie supo nunca, por lo menos los muchachos, para quienes su existencia no nos era inadvertida, ni tampoco insignificante, por qué ni quién le puso el sobrenombre de la "Pechuga". Parece obvio que se llamaba Juan y lo segundo por la costumbre de celebrar e intentar alegrar a la gente con su habilidosa práctica que convertía su pecho en un tambor y sus manos unas castañuelas. Pese su tristeza, caminar torpe y vacilante, su cuerpo desgarbado, por donde pasase y en el instante que lo hiciese, aparecía la alegría en los rostros de la gente y de aquí y allá surgían las demandas para que Juancho sonase la pechuga; y él, mostrando su mustia sonrisa, se esmeraba en dar aquello que le pedían y todo era un bailar y reír a carcajadas. Y él, pese todo, parecía sentirse complacido que, su paso por las calles, no fuese la de un fantasma, un cuerpo transparente, alguien en quien nadie fija su mirada o muestra interés. Quizás por eso bailaba, aunque fuese torpemente, moviendo su cuerpo a su manera, sonando su pecho al golpe de sus manos y a estas sacándole el sonido de las castañuelas.
Pero de Juancho "La Pechuga" hablé en entrega anterior, ahora le toca a "La Purpurina".
"La Purpurina", caminaba tanto por la ciudad que, uno podía encontrarla en cualquier parte. No era como Juancho, quien se movía en un espacio determinado; éste, de "Las Palomas", iba al puente, apenas siguiendo las curvas del camino o las calles del centro. Nunca vimos a Juancho atravesar el Puente, hacia donde arranca o termina la "Calle Larga", la que conduce directamente a Puerto Sucre y pasar al lado de Altagracia. "La Purpurina" tenía mayor autonomía; cualquier espacio de la ciudad era suyo. Podíamos encontrarla aquí, allá, donde menos uno lo esperaba. Tampoco era metódica, rutinaria o respetuosa del tiempo como Juancho. Este, predecible en cuanto tiempo y espacio. Cuando el sol comenzaba a declinar, Juancho abandonaba el espacio bajo el puente y volvía sobre sus pasos mañaneros a dormir. "La Purpurina", como hemos dicho antes, podía aparecerse en cualquier sitio y hora, hasta muy altas de la noche. Uno podía hallarla tirada en algún rincón durmiendo o caminando sin rumbo a cualquier hora. Se podría hasta decir que ella tenía mucho de trashumante; o mejor, era eso, trashumante.
Su extraño nombre, "La Purpurina", sin autor reconocido, pudiera derivarse de aquellos polvos metálicos que se usan como pigmentos en las mezclas de pintura o de uso frecuente en la bisutería. Porque "La Purpurina", que nadie le conoció otro nombre, acostumbraba maquillar su rostro con lo que tuviese a mano, sobre todo con pétalos de las abundantes flores de la orilla del río o los jardines de las plazas públicas. Siempre llevaba la cara brillante con colores rosado, rojo y sutilmente granate.
Detrás de aquella figura escondida tras harapos, andrajosa, había una mujer de baja estatura, caderas redondeadas, en apariencia descendiente de indígenas, siempre con la inocencia pintada en el rostro, en su mirada también triste que parecía no coincidir con su sonrisa espontánea, discreta, sin dejar de ser fisgona y amorosa. Sus labios eran carnosos y el superior con un ligero pronunciamiento que embellecía más su sonrisa.
Iba vestida de negro, mugrienta; sobre su abundante cabello sucio, hirsuto, colocaba un rollete de tela para darle asiento al peso de una mara, la misma que habitualmente llevaban las vendedoras de pescado, también como el saco de Juancho, llena de una carga misteriosa y pesada; esto último uno adivinaba por la actitud corporal de "La Purpurina". Intentaba además embellecer su rostro, que lo era, pese el deterioro y aparente poca pulcritud de su imagen, con una hermosa cayena prendida a sus cabellos, como aquellas vendedoras de pescado que recorrían la ciudad, el barrio, con sus cestas encima de la cabeza y gritando para advertir a la clientela. ¡Llevo el pescado fresco! ¡Qué curiosidad, nadie nunca averiguó, que se sepa, qué cosas llevaba, ni el porqué de aquel empeño de ir de arriba abajo todo el día con aquella pesada e innecesaria carga! ¡Ah, se me olvidaba! Ella tampoco abandonó nunca la "cola" o "punta" de tabaco, sin encender, que sostenía en la comisura izquierda de sus labios. Cuando uno la hallaba de repente acurrucada en un quicio en horas de la noche, percibía que su mara, su tesoro, lo colocaba de manera que nadie pudiese quitárselo o escudriñar para conocer su secreto.
Carmelita Marcano, pocos recuerdos dejó en mi vida, fue un personaje cumanés del tiempo de la presidencia del general Medina, aquella que vivía rodeada de gatos en el "mercado viejo", que así le llamaron por largo tiempo, después de construido y puesto en funcionamiento el ubicado cerca de la calle de "El Baño", tan viejo que los cumaneses de ahora no le recuerdan o no saben de él, ubicado frente a lo que fue el cine Paramount, donde gritábamos "cuadro Peña", que era el apellido del nombre del dueño y administrador, cada vez que se interrumpía la película, y ahora es el Teatro Luis Mariano Rivera.
Fue "Carmelita", aquella que, como con magia o amor, atraía los gatos, los que la rodeaban o seguían en hilera, cuando se desplazaba de un lado a otro, un fugaz recuerdo de mi niñez. Y quizás por eso, es en mí, como una sombra que pasó fugaz. No sé si por mi muy corta edad, haberla visto pocas veces, pues entonces no estaba yo en capacidad ni libertad para recorrer la ciudad con frecuencia, no conservo de ella más que el vago recuerdo de su desgarbada figura, sus largas, afiladas uñas y sus gatos que le rodeaban y hasta estaban muchas veces sobre ella.
"La Purpurina" es una existencia e imagen más reciente de nuestras vidas, de cuando ya habíamos echado pantalones largos y apoderados de las calles de la ciudad en las distintas horas del día. Si pudiera relacionarla con algún gobierno y la vida nuestra, lo haría con Pérez Jiménez, quien gobernó Venezuela desde 1948 hasta diez años después, 1958, justamente el lapso de nuestra vida que transcurrió de 10 a 20 años. Otro de esos personajes fue aquella a quien solían decirle "La loca Juanita Mayo", también de la época de mi muy temprana infancia de quien pocos o casi ningún recuerdo tengo. Sólo el nombre me acude a la memoria cada vez que intento recrear aquellos tiempos.
Es posible que mucho antes que nosotros los viéramos juntos, Juancho y "La Purpurina" hubieran cruzado sus caminos. Nuestra ciudad, más que esto, era un pequeño pueblo aún, de límites estrechos, donde las calles iban al mismo sitio y tributaban, al fin de cuentas, hacia allí, donde todos concurríamos sin saber la razón; donde todos nos conocíamos; nadie era extraño ni ajeno. Posiblemente, no lo sé, la mirada inocente de Juancho, al cruzarse en una de aquellas calles, generalmente desiertas, sobre todo en las horas del mediodía, cuando el sol desparramaba sus refulgentes y quemantes rayos, se posó más de una vez sobre la figura atrayente de "Purpurina" y esta, tras su humildad, pero siempre interesada y despierta, ante quien se le cruzase en el camino, quizás le miró con interés tantas veces y hasta pudo coquetearle. Porque "Purpurina" era muy coqueta. Su sólo nombre y arraigada costumbre de acicalarse tanto como para que alguien le pusiese aquel nombre y la cayena prendida al lado de su cara, hacían de ella una indigente, trashumante, atractiva y muy coqueta.
"La Purpurina", cuando algo o alguien le llamaba la atención, despertaba su interés por cosas propias de lo humano, se paraba sobre la acera y hasta en el medio de la calle, con el brazo derecho formando arco y la mano empuñada puesta sobre la cadera, mientras la mano izquierda permanecía aferrada a su mara montaba sobre su cabeza, y miraba escrutadoramente lo que era de su atención. Así permanecía hasta que su curiosidad se saciaba o el objeto de su atención se perdía de vista. Pues, como solían decir, quienes de aquella costumbre se habían percatado:
- "Purpurina es muy curiosa".