El realismo mágico se esconde en las más oscuras gavetas del burocratismo y la corrupción que nos agobian, se manifiesta en las más puras expresiones del capitalismo que vive y colea rumbo al socialismo del siglo XXI y se repliega, en ocasiones, ante la fuerza moral de un líder que se asoma en cada rincón, en cada conciencia.
Lo siguiente no es un relato garciamarquiano, tan inspirado en los procesos kafkianos que enloquecen a los cuerdos ciudadanos. Es, tan solo, una historia personal traída al público en la búsqueda de esa moral socialista que tan remolona nos ha salido.
Hace casi un año y gracias a las directrices del Comandante Chávez, me embarqué en la dura prueba de adquirir casa y vehículo. Como se sabe, las bajas tasas de interés en política habitacional, los cambios en los subsidios y el plan Venezuela Móvil ponían “fácil” lograr el sueño de un techo propio y cuatro ruedas nuevas, humildes pero necesarias en este gran desierto llamado Maracaibo.
Lo de la casa fue golpe tras otro de una institución bancaria que sólo conocía la política gubernamental para criticarla. Papeles fueron y vinieron con meses de espera, y cuando parecía que llegaríamos al final, todo comenzaba de nuevo: unos documentos extraviados por tercera o cuarta vez, o peor, un analista de crédito para quien no merecíamos recibir un dinero que ellos sólo administran, que es un ahorro de todos los venezolanos. Al final y luego de una ardua batalla que no tuvo tregua (llamadas, visitas personales, etc), una mano capitalista decidió abrirse generosa y firmar la aprobación.
Con esa experiencia vivida, resultaba audaz insistir en el vehículo. Pero lo hicimos, confiados en que de alguna manera lo que el Gobierno quiere y decreta es respetado por los dueños del capital. Craso error: el vehículo prometido nunca llegó (o llegó y se lo dieron a los amigos de la concesionaria) y del crédito sólo fue aprobado la mitad por un banco de narices respingadas y muy buena memoria de mis desventuras crediticias (ya canceladas) en la época donde las tasas de interés estaban en el 80 %. Así, decidí recurrir a la compra de un vehículo usado.
La ganga resultó ser un problema: luego de adquirido el carro, nos enfrentamos al hecho de que por la falta de un papelito (una factura de compra en original y no en copia) hacerle los papeles al carro es una tarea tan titánica como la construcción del socialismo del siglo XXI.
Llamé al Setra, organismo encargado, para solicitar asesoría, y una muchacha procedió a regañarme e insultarme telefónicamente. Las empresas que pueden suministrar el papelito faltante se niegan a hacerlo. Todo perfectamente calculado para que uno acuda a los inefables e infaltables gestores que, millones de por medio, prometen solucionar el problema en horas.
Pero como me he negado a ello, el realismo mágico me ha azotado día tras día: fiscales de tránsito que me detienen y exigen una tajada para olvidarse del papelito, comisiones del CTPJ que se abalanzan, pistola en mano, a detener a este peligroso delincuente que transita sigiloso en un carro sin placas, y por último, la gota que derrama el vaso de este necesario escrito, unos guardias nacionales que me demostraron que la ética socialista aún sigue siendo un concepto.
Ellos me detuvieron, revisaron el vehículo, y a pesar de relatarles brevemente mi macondiana historia, no se inmutaron. Manifestaron que era necesario hacerle una experticia al carro, porque “quien sabe cuantos crímenes se pueden haber cometido con él”. Desde las 9 de la mañana quedé, entonces, a merced de un Kafka vestido de verde que primero me dijo que debía esperar una comisión de expertos y 4 horas después señaló que la experticia la iban a realizar en el destacamento, ubicado a ¡150 metros¡ de donde estábamos.
Luego de ese récord de velocidad (150 metros en 4 horas), llegados al sitio, los expertos no trabajaban en la tarde (cosa que mi verde Kafka debía saber) por lo cual el carro quedé retenido hasta el día siguiente.
A las 8 de la mañana estuve de nuevo allí, tal cual fui notificado, y apenas a las 10 apareció el oficial que debía firmar el oficio para dar inicio al proceso (¡Oh Kafka, acaso seréis maracucho¡). Ese día (sábado) tampoco parecía haber expertos. Uno solo daba vueltas con su cajita, revisando vehículos que iban y venían. Al pasar delante de mi delincuencial transporte, el experto señaló tajante: “que lo revise otro, yo no puedo”, me imagino que influenciado por la falta de circulante y ausencia de propuestas de transacción.
Dispuesto a todo, incluso a metamorfosearme de cucaracha pisoteada a ciudadano, hablé con el oficial a cargo, le señalé que extrañamente no querían revisar mi vehículo, y por su intermediación por fin el peligroso cuatro ruedas blanco fue objeto de experticia, la cual duró 2 minutos y cuyo diagnóstico fue el siguiente, que transcribo con la textualidad que la memoria permite:
-Yo no se porque te pararon, este carro no tiene nada, aquí están los documentos, todo está en orden –señaló el elusivo experto-
-Lo mismo intenté explicarle al Guardia, pero no me hizo caso –expliqué resignado-
-Es que esos guardias nacionales son unos coños de madre –dijo el oficial en tono de broma, con una sonrisa que me pareció una extraña disculpa-
Luego debí esperar que elaboraran la “rápida” experticia y la orden de salida, de las cuales no me quedó copia, por lo cual sigo siendo un peligroso delincuente, suelto en las calles con su transporte mortal.
Treinta horas después, montado en el carrito de mis desventuras, salí rumbo a mi hogar, con la satisfacción de no haber pagado un céntimo para escapar del proceso, con la certeza de que Macondo aún trabaja de 8 a 4 (a veces hasta el mediodía) en espacios públicos y privados y con mis dos tareas titánicas intactas en su extensión: construir el socialismo y la moral socialista y lograr que mi carro sufra una metamorfosis y se convierta, con el visto bueno del laberinto burocrático, en una chatarra respetable.
¿Cuál lograré primero?