La organización política revolucionaria se construye desde la articulación de tendencias y corrientes democráticas contra-hegemónicas (II)

Hemos planteado que una democracia socialista desarticula la conjunción histórico-contingente entre la idea democrática y su acotamiento impuesto por el liberalismo. Uno de los aspectos centrales es el elitismo como base del programa liberal, la justificación de la tesis de una supuesta “ley de hierro de las oligarquías” (Michels) que degenera en un modelo de ciudadanía restringida, de representación, de relación entre mayorías y minorías, la mono-cultura euro-céntrica que está en la base de individuo-propietario-adulto-varón de la política liberal. En cuestiones de socialismo, la degeneración del elitismo tiene una clara manifestación: el colectivismo oligárquico: el ejercicio efectivo del poder en una camarilla mafiosa que domina efectivamente en nombre del pueblo.

Esta “ley de hierro” desde el pensamiento revolucionario solo puede ser interpretada como una tendencia hegemónica, sometida a tensiones y contra-tendencias, y no como una ley-fetiche. El gran triunfo del propio pensamiento liberal en cuestiones políticas es el de haber sedimentado profundamente la tesis de que solo una minoría selecta puede conducir la política, que solo una elite dirigente toma decisiones, que la representación política es un dato incuestionable y no un fenómeno histórico-contingente.

Allí, el leninismo, que no Lenin, ha caído preso del propio horizonte liberal y moderno-colonial, con la elevación de las vanguardias políticas a un punto que bloquea el ejercicio de una democracia contra-hegemónica; es decir, una democracia realmente participativa y protagónica. Una “vanguardia revolucionaria” alejada de la vida activa del pueblo es un embrión del colectivismo oligárquico.

Por tanto, la democracia socialista, la democracia de las multitudes en movimiento, la democracia de los consejos, desafía en varios sentidos a la democracia liberal, y en consecuencia, cuestiona el modelo elitista de democracia. La democracia socialista como idea-fuerza pasa además por transformaciones en los contextos histórico-culturales concretos donde se moviliza. La tradición socialista es re-significada por las propias luchas de los pueblos, por sus mundos de vida, por sus exigencias concretas, por su propia historia, generando perfiles diferenciales, y formas de socialismo poli-céntrico. De allí que no hay un modelo socialista, hay vías específicas de construcción de socialismos diferenciales.

En cuestiones de socialismo, solo una revolución mundial puede llamarse estrictamente socialista en singular, pero aún así es una unidad de lo múltiple, una unidad de diversas experiencias nacional-populares y de modelos de construcción del socialismo. El pluralismo socialista inspira tanto la política internacionalista como la propia política nacional-popular socialista: hay tendencias y corrientes socialistas, hay una diversidad socialista, no hay monolitos ideológicos.

Seguiremos planteando que sin la conjunción entre socialismo y democracia, cualquier revolución conduce al despotismo, y esto implica reconocer el valor positivo de las tendencias socialistas. Nadie puede abrir las páginas de la tradición socialista sin encontrar diversidad, sin encontrar matices, sin encontrar un juego dinámico de consensos y disensos, de conflictos no antagónicos y antagónicos. Sin embargo, todas las corrientes y tendencias socialistas han planteado que la viabilidad del Socialismo se juega en la construcción del poder popular, del sujeto popular, por la puesta en juego de movimientos sociales de contenido popular, cada uno de los cuales conforma un tejido de “comunidades abiertas de liberación”.

Es desde el mundo de vida popular que es posible encontrar los perfiles precisos de las ideas-fuerza socialistas. Pero no un pueblo fetichizado, sino un pueblo cruzado por las contradicciones entre la dialéctica de la dominación y la liberación. De allí la importancia de la vida cotidiana, de la vivencia y la experiencia, de lo que cada quién plantea como experiencia socialista, sin grandes formalizaciones doctrinarias, sin grandes citas de autoridad, sin grandes revestimientos discursivos. Quienes manejan el discurso, como cualquier código simbólico, deben ser sensibles a las tareas de cuestionamiento de la violencia simbólica. En la construcción del socialismo, a los grandes temas de la dominación, la explotación, la hegemonía, deben incluirse los pequeños relatos que desmontan los discursos dominantes, las palabras y dictados de la imposición simbólica.

El mundo popular ha sido violentado históricamente con códigos simbólicos de la dominación. Y esta historia ha generado sus propias sedimentaciones, resistencias e insurgencias. Por eso, una revolución de carácter nacional-popular pone “patas arriba” los sentidos de orden sedimentados, fijados, instituidos por años y pasa a construir nuevos horizontes de orden socialista posible. Se trata de una apertura para la experiencia, de una construcción abierta. Allí pueden operar los monolitos ideológicos, cerrando esta apertura, elaborando dogmáticamente la propia vivencia y experiencia liberadora. Por eso es imprescindible cuestionar el dogmatismo, la repetición, la imposición simbólica de un presunto discurso oficial de la revolución socialista.

El socialismo es una revolución subjetiva, una apertura subjetiva. No solo es una transformación de grandes estructuras. También lo es de los pequeños acontecimientos. Cerrarla con dogmas, con ideologías prefabricadas, con disposiciones de vanguardias esclarecidas puede conducir a que los procesos de construcción de nuevas subjetivaciones socialistas, termine en el pozo de la burocratización de la revolución, por ejemplo, o a caer en la tesis igualmente fetichista del “mande comandante”. No hay socialismo con obediencias ciegas, una subjetividad liberada prescinde por completo de este tipo de consignas que infantilizan la revolución. Se trata de algo que mas que psicologías de masas, de trata de la transformación de masas en multitudes en movimiento. Las tácticas y técnicas de la psicología de masas son un arsenal del elitismo en política, del reforzamiento del dominio de pocos sobre muchos. Tanto la propaganda política encubierta como la publicidad de masas deben cuestionarse radicalmente por una teoría socialista liberadora.

En toda revolución socialista, vista la desastrosa experiencia del siglo XX, existe el riesgo de la Estadolatria, idolatrar el Estado, a sus órganos y representantes. Hacer del Estado un dogma, hacer del partido un dogma, hacer de los líderes del partido unos fetiches. De allí que una teoría crítica radical es una crítica radical a cualquier forma de fetichismo institucional o personalista. Cualquier fenómeno personalista e incluso carismático se refuerza por una situación de fetichismo, de cosificación. Ya Reich reconocía que el carisma más que ser un atributo inherente a la personalidad sobre el que se proyectan cualidades excepcionales (Weber), es un fenómeno relacional entre la estructura de carácter social de un tipo masivo y la presencia del Jefe. La relación fetichista no se da exclusivamente con el reconocimiento de las cualidades de liderazgo, sino con su transformación en las figuras del Jefe Infalible, de jefe incuestionable, aquellas figuras todopoderosas que brindan consuelo y protección a quienes delegan su potencia personal y social. Una teoría crítica radical cuestiona de cabo a rabo esta idea de un jefe infalible, de un jefe todopoderoso, una reminiscencia de figuras protectoras/aterradoras, es una crítica al fenómeno carismático como un caso de cosificación del liderazgo político.

Por tanto, el fondo de las transformaciones socialistas está en la edificación de un poder popular contra-hegemónico. Se trata de construir y estimular las diversas expresiones del poder popular, de su pluralidad inmanente, no de un pluralismo impuesto por una concepción hegemónica del pluralismo liberal ni por un discurso organicista que anula las corrientes y tendencias. De allí, que como ha planteado Isabel Rauber, la tradición socialista debe ejercitar una revolución paradigmática en las cuestiones tradicionales del partido revolucionario.

Debe asumir el hecho de que los sindicatos y los movimientos sociales conserven espacios y niveles de autonomía con relación al estado, a los partidos, y cualquier entronización de la cosificación cesarista. Si verdaderamente se trata de un nuevo socialismo, en cuestiones de partido no se pueden replicar los errores del viejo socialismo. La autonomía organizativa, las diversas expresiones de pluralismo socialista se mueven a pesar de las sintonías con los principios estratégicos que orientan un Gobierno Revolucionario.

Las comunidades de liberación no se someten a dictados verticales, sino que entran en deliberación, en debate, en apropiación del poder popular contra-hegemónico. Lo mejor que puede hacer el liderazgo revolucionario es transferir poder de decisión a las comunidades y consejos organizados. Desde la perspectiva imperialista, la pesadilla de la astuta serpiente pasa a ser una serpiente de infinitos centros de dirección/decisión articulados en red, imposibles de neutralizar con una operación militar quirúrgica. De esto se trata el poder popular contra-hegemónico.

Ya no somos individuos, somos movimientos, multiplicidades en movimiento. La defensa del pluralismo político socialista no es por tanto una cuestión de circunstancias, sino una condición esencial de la democracia socialista. El propio PSUV si quiere liberarse del fantasma del centralismo burocrático, tiene que asumir sin complejos, su diversidad y multiplicidad interna, articulada por un programa estratégico común. Un programa con mínimos indispensables y con aperturas a los contextos específicos donde opera. De allí la importancia del Proyecto Nacional-Popular Estratégico, de su construcción colectiva y de su realización colectiva.

Si el PSUV quiere liberarse de las concepciones militaristas de la unidad de mando, de la línea de mando y la cadena de mando, calcadas de una tradición que inhibe el debate político, con todas las consecuencias que tiene para enriquecer las capacidades humanas, tiene que practicar nuevas formas de deliberación y de asunción de la cultura de debate y de las prácticas de decisión. Una cosa es la valorización del arte y la ciencia militar, de la profesión militar, de la responsabilidad militar; otra cosa es el militarismo, que puede ser practicado incluso por los llamados “civiles”. De allí que esta tentación a confundir el liderazgo con el verticalismo, que en política consiste en reforzar y amplificar el poder de una jefatura cerrada sobre el pueblo.

El PSUV, si quiere articularse horizontalmente con el poder popular contra-hegemónico tiene que asumirse como un partido de corrientes diversas, cuyo centro de coordinación/decisión sea efecto y no causa de la deliberación entre comunidades de liberación social. Se trata de un PARTIDO DE TENDENCIAS REVOLUCIONARIAS. En una revolución socialista manda los popular diverso, la multiplicidad de la singularidades socialistas en movimiento y no una masa tutelada. El tutelaje de lo popular es propio del elitismo, de la camarilla mafiosa, del clientelismo. Los fenómenos cesaristas generan mecanismos de dependencia-sumisión que una teoría crítica radical debe cuestionar como manifestaciones de la cosificación. Se trata de la liberación social y de la ampliación de espacios de libertad personal, no de la administración vertical de la vida de cada quién, de cada consejo social, de cada comunidad. Se trata de democracia socialista, revolucionaria, participativa y protagónica.

Si lo que surge en el seno de la edificación del PSUV es una concepción organicista del pueblo y vertical del mando, entraremos en la prefiguración de una regresión totalitaria, si se construyen formas de un nuevo pluralismo socialista, con un trenzado de mandos compartidos, tendremos futuro como nuevo socialismo del siglo XXI. Un nuevo socialismo es una nueva democracia revolucionaria que combine consejos de poder popular, consejos territoriales, con una expresión directa y un derecho de control, no solo de los partidos, sino de los sindicatos, asociaciones, movimientos sociales, de mujeres, consumidores, comunidades, indígenas, etc. De allí, la responsabilidad y la revocabilidad de los electos y electas por quienes les han elegido, y no un mandato imperativo que bloquearía toda función deliberativa de las asambleas elegidas. De allí la importancia de democratizar al Estado y no de estatizar la democracia.

Veamos un ejemplo histórico. No puede haber un partido de masas, un partido con una clara línea política de las clases explotadas, sin que se manifiesten con toda claridad los matices fundamentales, sin lucha abierta entre las diferentes tendencias. Por ejemplo, para Lenin, con todas las contradicciones que lo atravesaron en sus funciones de liderazgo, las divergencias, aún las de extrema agudeza, facilitan no sólo la educación política del partido sino constituyen un contrapeso político: “Consideramos como una importante conquista ideológica de este congreso el deslindamiento claro y preciso entre el ala derecha y el ala izquierda de la socialdemocracia. Una y otra existen en todos los partidos socialdemócratas de Europa. Desde hace mucho tiempo se vienen perfilando también entre nosotros. Un deslindamiento más preciso entre las mismas, una más clara definición de aquello que origina las disputas, son una necesidad en interés de un sano desarrollo del partido, en interés de la educación política del proletariado y para preservar al partido socialdemócrata de excesivas desviaciones del camino justo” (Lenin, 1960, Tomo X, Pág. 371 y 372).

Cuando en junio de 1909 el ala ultra-izquierdista de Bogdánov, apoyados por varios dirigentes bolcheviques exige un congreso independiente, y la formación de un partido compuesto “sólo de bolcheviques” Lenin lo rechaza categórico e incluso hace un llamado a todos los elementos mencheviques pro-partido a realizar un congreso común. La cuestión de la formación de un partido independiente propio, con organismos y disciplina propia, más allá de que ese partido tenga 10 militantes o millones, se sigue discutiendo hasta el día de hoy, incluso quizá con más fuerza, puesto que cada una de las fracciones y micro-fracciones se han dado a la tarea de formar un partido, o como dijimos, un proto-partido independiente de las otras tendencias. Pero este criterio de secta, de camarilla cerrada, no tiene nada que ver con la forma en que pensaba Lenin la construcción del partido, que se basaba en la flexibilidad táctica y en la construcción de una unidad estratégica revolucionaria.

El bolchevismo como fracción revolucionaria aún cuando era una “insignificante minoría”, formaba parte de la vida política de las masas justamente por representar el ala izquierda del POSDR. Para sus dirigentes, era impensable una formación monolítica, sin debates y contrastes en cada uno de los congresos, sin alas y tendencias permanentes. Su objetivo no era la de desenmascarar y romper a plazo fijo la organización, sino el de colocar en el debate sus propias ideas y métodos al conjunto del partido, y sobre todo para lograr el consenso activo de las mayorías populares.

Detrás de la “homogeneidad ideológica” y la “unidad política”, se ha querido ver una corriente bolchevique sin fisuras, un partido que siempre vota por unanimidad. En este espejo se miran muchas organizaciones de la izquierda revolucionaria. No hay nada más lejos de la realidad que esta versión estalinizada del bolchevismo. Aunque en el terreno de las corrientes anti-estalinistas siempre se ha luchado contra el autoritarismo y el despotismo político de los partidos comunistas, en el régimen interno se tendió a repetir el monolitismo y unanimidad políticas características.

Aunque se reconoció formalmente en sus estatutos las garantías democráticas y los derechos a formar agrupamientos especiales, en los hechos y prácticas que es donde importa, las desavenencias terminan en expulsiones o rupturas, en nombre de la lucha contra el oportunismo o las desviaciones pequeño burguesas, mientras que esos estatutos y garantías no tienen más solidez que la interpretación de la dirección oficial. A falta de un movimiento revolucionario de masas auténticamente popular, los grupos deben reproducir en su propio interior condiciones revolucionarias intelectuales y morales que no existen en la realidad.

Gramsci había dicho que toda asociación política necesita de cierta ética común compartida por sus miembros. Pero destacaba la diferencia sustancial entre el partido político y lo que él denomina mafia o familia. Mientras que en la mafia la comunidad que los une se vuelve un fin en sí mismo, porque el interés particular se pone como interés universal, confundiendo la ética y la política, el partido como intelectual colectivo no se concibe como algo definitivo, sino como un medio y en consecuencia expande sus intereses hacia diversos grupos sociales, es universalista y aunque sus miembros comparten determinada ética, ella no se confunde con la política, como ocurre en los lazos de familia (Gramsci, 1955).

Es la crítica y la batalla de ideas la que se impone y no la fidelidad a los lazos de la “comunidad de los que participan”. Esa es la explicación concomitante de que la figura del jefe y su autoridad infalible como argamasa de la familia o comunidad sea fundamental. La cohesión interna descansa en la estabilidad del dirigente, frente al cual el cuestionamiento y la oposición se perciben como destructoras no de tal o cual liderazgo, sino de la organización y del colectivo mismo. En realidad hay que incentivar que se cuestionen los liderazgos, que se reflexione críticamente sobre la justicia de cada decisión del liderazgo político, no lo contrario.

Todo grupo revolucionario aislado de las multitudes corre el riesgo de volverse particularista, pero tampoco aquí existe alguna ley fatalista e inevitable, y la cultura política y la concepción de la relación entre los fines y los medios ejerce influencia en la política práctica. Este fenómeno social no hay que confundirlo con el más amplio proceso de burocratización de las estructuras de la sociedad moderna, y mucho menos aún con la separación entre representado y representante desde Hobbes a nuestros días. En ese caso se trata de decidir si esos liderazgos en toda sociedad política, estarán sometidos a la voluntad colectiva y autoorganizada o si se ejercerá más allá de la misma. En ese sentido la organización unitaria democrática más que centralista democrática como lo fue hasta ahora, conduce al equilibrio dinámico entre la decisión colectiva y la eficacia práctica.

La unidad democrática de tendencias y no el centralismo, y mucho menos el burocratismo, son parte de un nuevo paradigma organizativo. Se trataría entonces no de centralismo, sino de una organización unitaria democrática de tendencias, del indispensable vínculo unitario que trenza los mandos compartidos en una organización cuya jefatura está sometida a la voluntad colectiva y auto-organizada. Sólo el choque de las más diversas tendencias revolucionarias, expresando los matices ideológicos y políticos que nacen como expresión de una realidad muy compleja puede ser efectivo para contrarrestar los liderazgos despóticos en las pequeñas corrientes de conducción única, pero aún así, la experiencia demuestra que hace falta una voluntad y concepción política que faciliten un régimen político de partido y no de camarilla.

El bolchevismo rara vez padeció de la unanimidad, puesto que tanto en su propia fracción como al interior del POSDR formó parte del arco iris de agrupamientos y tendencias políticas que germinaron al interior del socialismo ruso y europeo. Es verdad que también Lenin se ha salido con las suyas en la mayoría de las oportunidades, y sobre todo en los momentos decisivos. Sin embargo ha sido minoría no sólo dentro del POSDR sino también en la misma fracción bolchevique, algo impensable para la dirigencia de los grupos actuales y desconocido por las nuevas generaciones de militantes socialistas.

El partido monolítico ha sido un mito, y la “unidad” en torno a la “línea de partido” y la “disciplina de hierro” transformadas en caricaturas con la estalinización de la Internacional comunista pueden ser un peligroso ejemplo para aquellos que no quieren romper paradigmas en política revolucionaria. De allí la importancia de las practicas efectivas de democracia interna, de la costumbre de la deliberación política para una ética revolucionaria. Sin cultura de debate no habrá política revolucionaria.

O Inventamos o Erramos.

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Javier Biardeau

Articulista de opinión. Sociología Política. Planificación del Desarrollo. Estudios Latinoamericanos. Desde la izquierda en favor del Poder constituyente y del Pensamiento Crítico

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