La verdad sea bicha.
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La gritería de trescientas ocas no te impedirá, silvano, tocar tu encantadora flauta, con tal de que tu amigo el ruiseñor esté contento de tu melodía.
Rubén Darío, «Palabras liminares» de Prosas profanas.
El totalitarismo mediático ni siquiera sabe qué es la verdad. Desde antiguo se debatió si la verdad es la correspondencia de lo dicho con el hecho; declarar sin tapujos lo que se piensa; lo demostrable empíricamente, a diferencia de las verdades a priori y apodícticas de la matemática, independientes de la experiencia, pues basta la razón pura para sabérselas. Kant está en las enciclopedias por esa distinción. Hasta aquí este largo busilis.
Para esta novísima industria del bluff y la desfachatez solo importa la eficacia comunicacional, performativa. Ni siquiera es aquello de que una mentira repetida mil veces se vuelve verdad porque ya no hay verdad. Ni importa. Eso concedería un mínimo derecho a pataleo. Por eso la ética tiende a volverse un estorbo para el que Gabriel García Márquez llamó «el mejor oficio del mundo»: el periodismo. La ética «debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón», dijo el Gabo.
Ya no. Felipillo larga que Franco y Pinochet fueron más humanitarios que Maduro y no tiene que demostrarlo, porque esperpento se muestra; no se demuestra. Es la estructura del insulto del matón, su palabra vale solo porque él la soltó, como un profeta, sin pruebas, «pendejo te dije ya y te la calas». Pierre Bourdieu lo llama violencia simbólica, en que toda proposición se vuelve imposición y provocación.
Alguien con poder mediático suficiente asesta su fanfarronada como un latigazo y mientras más desorbitado el esperpento mayor poder alardea. Es enunciación desplumada, sin argumento ni solidez. Donald Trump sopla su desafinada trompeta y si intentas refutarlo te responde a lo descarado: «Yo tengo real y tú no». Palabra de Trump, te alabamos, Señor.
La operación tiene un segundo y capital efecto de sentido: el chantaje: si apoyas a Maduro te rechiflo que eres peor que Franco.
Los esperpentos son irrefutables, pero los de la ultraderecha tienen una ventaja: son ridiculizables.
Este artículo pretende demostrar, además, que el estructuralismo todavía rinde.