La estructura de la interrogación ya la había formulado en tono poético Caupolicán Ovalles hace ya varios años (¿Duerme usted, señor presidente?). Este texto seguramente no tendrá la elegancia ni la elocuencia del gran poeta. De hecho, ni siquiera está inscrito en el marco de alguna teoría particular (aunque siempre nos movemos a partir de cierta “hojas de ruta”). Es un texto, digámoslo así: llano, simple, directo. Evitaré los trucos retóricos, los subterfugios del lenguaje seductor y envolvente. El texto está escrito en un lenguaje algo visceral y emotivo: la realidad que vivimos los venezolanos de a pie no parece ser la misma que viven los que detentan el poder; y es esa la sustancia de la que se vale este texto: tiene piel, lágrima y dolor.
La cotidianidad habla, fuerte y claro. Luego de las elecciones del domingo 15 de octubre, Venezuela seguía su curso, de hecho, su curso seguía más o menos invariable hacia la descomposición social, económica y política. Algo similar sucedió luego de la elección de los constituyentes del 30 de julio de 2017. A pesar de la victoria en ambas competencias electorales, uno sentía que no había una correlación entre la victoria del Gobierno-PSUV y la calle, la cotidianidad compleja. Que sendas victorias electorales no tenían su respectivo correlato en la vida de la gente, en sus expresiones. No hubo festividades, ni grandes conglomerados entusiastas celebrando estos triunfos. Tan diferente a años anteriores, donde las victorias electorales llenaban avenidas completas, la algarabía era “Ley”.
Ah, pero la Asamblea Nacional Constituyente logró la paz. Como si las complejas mafias que operan en nuestro sistema cambiario ya se hubiesen desmantelado. Como si los productos de primera necesidad ya bajaron radicalmente de precio. Como si los insumos médicos se consiguieran en todos los anaqueles y a precios realmente justos. Como si varios niños no estuviesen buscando un mendruguito en las bolsas de basura de la avenida Solano o de Sábana Grande. Como si la carne no costara 60 mil bolívares y el queso 47 mil. Es decir, que hay “paz” pero muchísimas personas con hambre, que hay escasez, delincuencia desatada, hospitales sin quirófanos, avenidas sin luces, desnutrición infantil (leer informe de la FAO), despilfarro gubernamental (como si el Gobierno Nacional, vía cancillería, no hubiese comprado una flota de autos de alta gama a China) y un largo etcétera de infamias y otras ficciones.
Y uno termina por preguntarse: ¿Por qué si el Gobierno ha ganado de forma tan abierta, no hay esa misma expresión en la gente, en la calle, en la cotidianidad? ¿Por qué no hubo avenida Bolívar en Caracas abarrotada de pueblo celebrando estas victorias tan abrumadoras? Lejos de ser una pregunta retórica, intento ver el sentido (o más bien sin sentido) de estas incongruencias (¿inconsistencias?). Los análisis van y vienen. Desde el Gobierno se exige comprensión del fenómeno a partir de una “explicación” cada vez menos convincente: La Guerra Económica. Recientemente, Pedro Carreño en VTV hacía muestras de su inocultable estolidez (¡qué pena con ese señor!) aduciendo que todos los problemas sociales, económicos y políticos se debían a la derecha apátrida y a La Guerra Económica. En todos estos años de Gobierno (según el hermeneuta Carreño), los problemas económicos son imputables a una página y a la (cliché-lugar común-comodín) Guerra Económica. En su perorata auto justificadora, señalaba el diputado Carreño que “ante el desabastecimiento programado, la Guerra Económica, la inflación inducida, el ataque a la moneda, el ataque a los precios del petróleo, el ataque a la economía general venezolana (…) endilgarle el fracaso de las políticas económicas a la Asamblea Nacional Constituyente, es hacerle el juego a la derecha internacional”1. Si no se le imputa el gravísimo problema económico productivo al Gobierno, entonces a quién ha de endilgársele el grave problema, para usar la jerga del inefable Carreño.
Uno va al libro de George H. Sabine: Historia de la teoría política (aunque dije que no me pondría teórico) y busca cualquier definición de Gobierno y todas, con mínimas variantes, apuntan a esa instancia como una especie de PATER, aquel que protege, da cobijo; el que está pendiente de todos los miembros de la comunidad (bien sea familiar o social) con miras a generarles paz, comida protección, salud. Lo que obvia Carreño en sus auto justificaciones es que el Gobierno es el Gobierno. Si hay una Guerra Económica, una página que desconfigura y atenta contra nuestra economía, es el Gobierno quien debe dar respuestas ante esos ataques. Ante la especulación y la usura, es el Gobierno quien debe dar respuestas, no el ciudadano de a pie. El argumento según el cual el pueblo debe auto gestionar lo público es un mero truco discursivo, sobre todo en un país tan atravesado por la lógica rentista y clientelar. ¿En qué cabeza cabe pedir auto regulación si este pueblo no conoce otra cosa que no sea rentismo y cultura clientelar? ¿De la noche a la mañana el pueblo se reconfiguró, devino sujeto auto consciente y responsable del destino colectivo del país? No son más que charadas politiqueras.
Mientras Carreño hablaba, yo me preguntaba por el destino inmediato de los que COTIDIANAMENTE piden comida en El Metro. Me preguntaba por el destino inmediato de las madres que no llega, ni por asomo, a los 60 mil bolívares para comprar un kilo de carne a sus chamos. Me preguntaba por los jóvenes sin fe y sin futuro que no pueden comprar un desodorante en 78 mil bolívares. Pero no, Carreño habla de sacrificios y entregas; de amar a la Revolución más allá, incluso, de la vida misma. Como si el diputado Carreño tomara el metro. Como si el diputado Carreño hiciera colas para comprar carne. Como si el diputado Carreño viviera las mismas penurias de ese sujeto al que le pide (aún más) sacrificios y amor infinito. Las preguntas más acuciantes serían: ¿Cómo desayunan? ¿Cuál es el origen de su risa? ¿A quién le hablan cuando dicen pueblo? ¿Cómo peinarse después de ver a dos niños con una madre lisiada en El Metro pidiendo pan “o cualquier cosa pa comé”?
No es por nada, pero las justificaciones se agotan cuando la realidad habla, claro y fuerte, de una descomposición habitual, cotidiana, naturalizada. Las colas para comprar sardina (arenque) frente al C.C. El Valle no son normales, pero se hacen normales, cotidianas, habituales. Soy cumanés, tengo clara consciencia de lo que es el arenque y sé de sus propiedades nutritivas; de hecho, me encantan. El problema es que eso era inaudito en Caracas hace poco más de dos años. Hasta la idiosincrasia culinaria se mueve, se reubica producto de pésimo manejo de la economía.
Carreño, en su larga e infructuosa retórica de izquierda mal aprendida, “olvidó” mencionar que posiblemente, que tal vez, que quizás, que puede ser que los problemas económicos se deban, entre otras cosas, a la falta de producción, a la desinversión en la empresa pública (ver los número de PDVSA, SIDOR, CANTV y otras), al fracaso estrepitoso de las expropiaciones (¿Dijo usted Cacique Maracay C.A.?), al mega negocio del control cambiario, a la ineficiencia y mediocridad rampante en el manejo de las empresas públicas, al negocio orondo y redondo de la “economía de puerto” (las importaciones y exportaciones a discrecionalidad de algunos burócratas y militares corruptos); en definitiva, uno se pregunta si ellos, los poderosos como Carreño, desayunan sin remordimientos; si por sus cabezas pasa que por ir tras una quimera de oro, por ir tras una utopía socialista (sobre todo en el plano de la retórica para masas) que terminó siendo funcional a la lógica de las camionetotas, petrodólares y yates; se hunde la posibilidad de un pueblo de poder salir adelante no en la pantalla de TV ni en el anuncio propagandístico, sino en la realidad que habla sin atenuantes, sin retórica politiquera; una realidad que al parecer es ajena a quienes desayunan sin remordimientos la comida que jamás podrá comerse el pueblo; comida seguramente impronunciable pues proviene del Imperio que en pantalla tanto denuesta el burócrata; pero que en la intimidad degusta con apetitoso ímpetu de recién vestido.
Preguntas de último párrafo: ¿Quién le dio el garrote (o mazo) a este señor diputado? ¿Qué misterio oculto lo mantiene allí? ¿Qué ventrílocuo opera al muñeco que habla, grita, insulta (mal encarado) a todo aquel que se salga del redil que unos pocos han establecido como válido, el que es, el único? Lo cierto es que no llegó solo allí. Alguien lo llevó a esas instancias. Ojalá estas preguntas, eso espero, algún día tengan respuestas; el pueblo merece todas las respuestas.
Johan López