"El poder mata siempre el valor personal del hombre.
O se es hombre, o se tiene poder. Yo soy hombre".
Rodolfo Usigli. "El
gesticulador”
Si algo hemos aprendido durante la militancia en las ideas de la izquierda desde hace ya unas cuantas lunas y recurriendo a Marx en el estudio teórico, es que una de las virtudes del método dialéctico es permitir captar al movimiento en sus convulsiones internas y externas, brindando la posibilidad concreta de obtener una lectura clara y no sentimental sobre el escenario político y social, de acuerdo al estudio científico de la sociedad y de la naturaleza en su ininterrumpido movimiento natural.
Por eso es que, aun cuando a veces tengamos que amansar las fieras de la mente imponiéndole cierta medida de autoridad espiritual a la intensidad del sentimiento, tratamos de evitar opinar por opinar, escribir por escribir; sin embargo, como hasta ahora no se conoce ninguna idea en cuyo nombre nadie haya sufrido, hay momentos y circunstancias que obligan a pasar aunque sea una caustica mirada a dicho escenario ejerciendo el derecho de opinión pública.
Lo que si es posible que nunca sepamos exactamente, sin recurrir a Darwin, es por qué prevalece la autoridad en unos más que en otros, o si realmente es el poder el que pervierte o es el perverso el que tiene inclinación al poder, porque en la política generalmente el poderoso no es una persona que se ha hecho a sí misma sino que se ha moldeado en una compleja red de mediocres en la que la adulancia y el oportunismo son los medios más rápidos para trepar y arrastrarse hasta la degeneración personal más lastimosa.
Mientras el proceso que lidera el presidente Hugo Chávez ha ido sentando los fundamentos de una sociedad atenta, crítica, con elevado nivel de conciencia y madurez política, por otro lado se ha ido encumbrando cierta elite en una ondulante, espumosa, resbaladiza y acuosa mezcla de eclecticismo ideológico y oportunismo rastrero, que con detestable vanidad llega hasta considerarse intocable y sentir que está por encima de lo divino y de lo humano, no perdiendo ocasión para exhibir su acervo mediocre y chabacano a través de un discurso falto de todo soporte científico que se ha quedado muy bien empotrado en acomodaticios medios de comunicación social pero que no ha servido para que la gran mayoría de los ciudadanos viva en mejores condiciones de vida.
Hasta ahora, muchas de las acciones de esa dirigencia hacia la población han sido efectistas, electoreras, sin compromiso y sin contenido, utilizadas como simple criterio instrumental para dirimir las luchas por el poder personal o cupular, representando una vuelta al pasado que niega a la población el carácter social y democrático del proceso revolucionario, mientras el pueblo sigue necesitando respuestas concretas para su derecho a un bienestar social como base para iguales y justas oportunidades de contar con seguridad, salud, vivienda, fuentes de empleo con motivación al trabajo y no ayuda asistencialista como benevolencia caritativa o con fines demagógicos. De nada le sirven los discursos de libertad, justicia, derechos y socialismo si para comer, tener un hogar digno, vestirse y trabajar necesita depender de unos pocos, de una especie de amos. La libertad, la justicia, los derechos y el socialismo vendrán después, cuando se conquiste el derecho a vivir, cuando la tierra sea del pobre, porque entonces será libre y dejará de ser pobre.
Lamentablemente, este proceso ha ido decayendo en el estigma de esa dirigencia reacia a la crítica y repelente a la autocrítica, cuyos grandes méritos sólo radican en usar y abusar de frases del Ché o de Fidel como la última tendencia de la moda, pero que cuando se trata de asumir una actitud revolucionaria en el campo de la teoría y de la acción se desentienden y reducen tal cliché a un adorno festivo de gorras, franelas, vallas, costosa escenografía televisiva y desaforados gritos de tribuna, mientras asumen la docilidad con el lenguaje de la lisonja y de la sumisión como recurso doméstico de ascenso en una estructura partidista donde la clave consiste en aceptar las órdenes, los actos y las tareas de un cogollo como políticamente correctas, lo cual es condenable, porque lo políticamente correcto es en muchos casos profundamente hipócrita, pues al ocultar un prejuicio donde lo que menos hay es confrontación de ideas se convierte en una forma servil de eludir responsabilidades.
Así, la estructura partidista tiende a degenerar en una máquina de aplastar diferencias intelectuales para consolidar la socialización de la mediocridad, en una máquina de adocenar el espíritu crítico, en una máquina de expandir el cretinismo político, moral y social, en una oportunidad de realización personal y de grupo, en una burocracia electorera e infinita de papel, reuniones, formatos, declaraciones, intrigas, zancadillas y en simple mentira que pocos se creen pero que todos aceptan y acatan; es decir, vivir en la mentira, vivir de la mentira mientras se ataca a quien dice que el príncipe está desnudo cuando los demás afirman que está vestido. Y no hay proyecto revolucionario posible con la mediocridad, el engaño y la impunidad en manos de oportunistas. Ni lo hay si la política no es un asunto serio con gente seria. De líderes con pies de barro, de héroes sin epopeya, de payasos, maromeros, chabacanos, mediocres, adulantes, saltimbanquis, corifeos y camaleones ya estamos hartos.
Por eso, los últimos acontecimientos electorales demuestran que los muertos políticos si salen, debido a que, entre otras muchas cosas, la encrucijada histórica que vivimos está siendo muy bien aprovechada por la habilidosa chulería de cierta dirigencia soberbia, altanera y chabacana pero con sospechoso poder en las estructuras partidistas y con el uso extremadamente rentable y estratégico de los medios de comunicación, lo cual hace un daño irreparable a las transformaciones reales, por cuanto reduce los alcances políticos e ideológicos entre los antagonismos de clase y desvía las opciones revolucionarias hacia la consecución de objetivos inmediatos, como debería ser dentro de un verdadero proceso revolucionario y no desde el salón dorado de un reformismo que suele ser patrimonio de quienes acostumbran a aplaudir los procesos de cambio sin aproximarse a ellos.
Tales acontecimientos otorgan decisiva trascendencia a los próximos dos años para la supervivencia del proceso. Nada sería más sospechoso que dejar las cosas como están, que aceptar los resultados como una línea de proyección hacia el pasado. Sería confirmar la apuesta al fracaso desde adentro. Y no se trata de pensamientos xenofóbicos, excluyentes y chauvinistas, pero las odiosas, incómodas y hasta irritantes imposiciones de candidatos forasteros deterioran y minimizan las posibilidades reales de proyección, compromiso, identificación y defensa de las regiones.
En Falcón, por lo menos, debería asumirse esta hora profunda para convocarse en torno a algunas preguntas, ¿qué hace falta para que nos sacudamos de una vez por todas esa especie de candidez que ha producido en nosotros el encantamiento sublimado con que algunos “maestros iluminados” logran cristalizar aquí tan fácilmente sus proyectos políticos personalistas?, ¿qué tiene que pasar para que los falconianos volvamos a sentir el júbilo de la rebeldía, del sentido crítico y de la fantasía subversiva?, ¿en qué momento dejamos de reafirmar la noción de dignidad como conducta propia del ser falconiano ante las pretensiones de embrutecernos como rebaño domesticado gobernado por las rutinas y las convenciones ajenas a nuestro gentilicio?, ¿dónde quedó ese fermento humano de orgullo como legado de la estirpe falconiana?, ¿quedó solo para la referencia histórica el aliento cósmico conjugado en las luchas hacia la eternidad o en el sacrificio de una estirpe heroica que se reconocía en el duro ejercicio de su indomable valor?.
Hasta para ser pendejo debe requerirse cierta dosis de dignidad, hasta para ser ingenuo debe ser mejor serlo con gente de principios, de arraigo, de querencia y amor por esta tierra, aunque no tengan un certificado de beatitud que los exima de eventuales críticas.
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