El ocaso del gigante aquella tarde

Recuento de una caída: en otros tiempos los enfermos escuálidos habrían salido a celebrar, a hacer caravanas, a tocar cacerolas y en los templos las campanas hubieran sonado a rebato pero como signo de alegría y de victoria.

Hoy están temerosos, confundidos muchos de ellos: No saben si aquel hombre era verdaderamente un monstruo, un loco, un déspota un tirano. Hay muchos de esos escuálidos que sienten secretamente la ausencia de este hombre que nunca les odio, y que siempre les extendió su mano.

Aquella mañana del 5 de marzo lleno de mortales presentimientos, salí hacia el centro de Mérida. No quería estar encerrado entre cuatro paredes, conectado a la muerte lenta de los mensajes que llegan de internet. Todo se reducía a una sola preocupación: la salud del Presidente Chávez. El día 4 hubo aquel comunicado que no dejaba espacio ya para ninguna esperanza. Pero aún así no sabíamos si era cuestión de horas, de días o de semanas. Me dirigí pues, como digo, al centro de la ciudad y tomé una buseta. A eso de las once de la mañana comenzaba a llegar gente a la plaza Bolívar; una señora me sujetó por el brazo, estremeciéndome con esta pregunta:

-¿Es cierto que el Presidente perdió la voz?

Hemos estado esperando que nos vuelva a hablar desde hace casi tres meses. Su voz que consuela, la patria que habla, el pueblo que sueña, la espada que camina, la historia que vibra, el amor de padre y madre que todo lo cobija, entiende y anima.

Recuerdo que que cuando corrieron las fotos del Comandante al lado de dos de sus hijas, la estuvimos viendo con el gobernador Alexis Ramírez y él me decía: -El Presidente no se ve tan mal. Nos aferramos a aquella sonrisa que nos es tan familiar, tan querida, tan humana.

¿Pero acaso pudiera ser cierto que nunca más volveríamos escuchar aquel trueno, aquel volcán de claridades? Aquel ser que concentraba a todos a su alrededor cuando hablaba, amigos y enemigos.

¿Podía ser cierto que nunca más le volveríamos escuchar?

Entré a la Gobernación y supe que el gobernador Alexis Ramírez había sido llamado a Caracas. Busqué a María Alejandra Castillo y la encontré abrumada de trabajo, entre mil papeles y carpetas. Me dirigí al despacho del Secretario general de Gobierno, el doctor Luis Martínez, y lo encontré allí, ocupado, entre preocupaciones de silencios capciosos y alarmas de mensajes que corrían por las redes sociales, como también atendiendo a un alcalde. En el rostro de Luis también se revelaba una gran preocupación. Por allí apareció Mariano Alí yendo y viniendo, con su usual y aguda percepción, tratando de leer y entender lo que flotaba en el ambiente, para luego lanzar la punzada certera de su análisis, de su comentario. Mariano me dirigió una mirada serena y llena de interrogantes, en la que sólo se podía percibir que todos estábamos pendiendo de un anuncio fulminante.

Me asomé al balcón y allí estaba el pueblo, ansioso por tener noticias de Caracas. Abajo se encontraba la unidad móvil de YVKE-Mundial, y por los alrededores de la Esquina Caliente los parroquianos trataban de interpretar los últimos mensajes (burlones o serios) que recibían en sus celulares.

Para no detenerme a pensar, fui a visitar a Juan Carlos Villegas y en el camino me encontré con el poeta Pedro Pablo Pereira. Luego con el poeta nos dirigimos a las oficinas de Cultura para visitar a Pausides Reyes; entonces hablamos de libros y periódicos, y por supuesto, de lo mismo: - Sigue muy grave. Esperamos una cadena.

A las 4 de la tarde volví a deambular por los pasillos de la Gobernación, cruzados todos los rostros por el anuncio inminente de algo que nos aplastaba como una lápida.

Nos encontrábamos en el despacho de Luis Martínez con alguien llegado de un pueblo cercano, y Mariano Alí se echó en un sillón frente a mí y a María Alejandra. Era la 4:28. María Alejandra recibe una llamada y comenta: -Estamos aquí con Mariano y Sant Roz..., y repentinamente se inclina con un ahogo, bastante empalidecida, y mirando a Mariano, con voz entrecortada dice: - Era Alexis.... Murió el Comandante. Mariano no entiende y pregunta, dando un salto en su asiento y abriendo mucho los ojos: - ¿Qué dices? ¿cómo? Se incorpora y desaparece, y yo mirando a mi alrededor distingo a Martínez que camina hablando por el celular pues lo que le han dicho quizá esté aún en el limbo de las especulaciones.

Nadie cree nada.

Tomo el celular y a riesgo de lo que sea envío el mensaje: Ha muerto nuestro amado Comandante, a varios amigos y familiares. Seguramente la tónica sea la misma: muchos se negarán a creer. A los pocos segundos me responde el señor Carlos El Aissami: -¿Quién te dijo eso?, y siento que Carlos no puede hablar más y corta la llamada.

En un limbo especioso, como en una pesadilla comienza a girar el mundo: El despacho ha quedado desolado, porque cada cual acude a su lugar de batalla sin saber realmente qué hacer: Mariano Alí a la radio, Martínez tratando de confirmar la noticia a través de allegados, y luego preparándose para dirigirse al pueblo; María Alejandra, desconsolada, procurando reunir a su gente, y yo, helado y con la mente vacía, frente al televisor, que apenas me voy enterando anuncia una cadena. Ahí veo a Nicolás Maduro rodeado de rostros serios, hieráticos que como sombras se diluyen en el solemne silencio: un cuadro no sé de qué época del siglo XIX que se queda fijo en el cerebro. Primero una escabrosa pausa y repentinamente gritos desgarradores, de horror, que llegan de la plaza Bolívar. No escucho nada de lo que se dice en la cadena. Salgo al balcón y allí está la gente en un horror sin límites, abrazados unos a otros, o deambulando sin sentido, en un mar de lágrimas: espanto, espanto, espanto...

El mar insondable del más grande desamparo.

Ya no queda más nada en este mundo. Es como si se hubiera producido un colapso del tiempo, una parálisis absoluta del universo, y uno sin saber por qué sigue allí detenido en la nada, ya sin alma y sin sueños, sin rumbo, sin caminos. Y lo que se mueve no sabe uno por qué ocurre: si seguimos en pie o la noción misma de la causa y de los efectos ha desaparecido. Hay un altavoz que comienza a tronar: Aquí nadie se rinde. Alguien le habla al pueblo en medio de un estruendoso limbo. Como en otra muerte.

Y de repente me encuentro en el tercer piso, no sé si huyendo de mi mismo, y como un fantasma se me acerca Suher El Aissami a quien le pregunto: ¿quién está allá en la plaza dando un discurso? Suher me contesta: -Debe ser Mariano Alí, no sé de dónde saca fuerzas.

Suena el celular y es Ivano Puliti:

- Vente para la gobernación -le digo.

- Pero es que estoy en Tovar.

Quizá no sea hora de hablar. Pero tampoco había capacidad para pensar. Aquí había un solo hombre que era la voz de todos, y como temía aquella señora, había perdido la voz.

He llegado a una oficina del tercer piso y me encuentro con José Portillo y Sinforiano Guerrero quienes aún no están enterados de la tragedia; todavía esperanzados no sé de qué milagro, porque me comentan que el Presidente saldrá de su atolladero. Entonces les doy la mala nueva, y en la inercia de sus pensamientos siguen tal cual, como si no tuviera sentido lo que les digo. Sinforiano, como sonámbulo, se dirige al balcón, a ver lo que pasa allá abajo, para tratar de contrastar lo insólito con lo imposible. Algo que ni él mismo sabe si pueda ser real o o de este tiempo, a través de las palabras del orador que se dirige al pueblo, que no es Mariano Alí sino Luis Martínez. Luego nos miramos a los ojos enrojecidos, Portillo sigue petrificado frente a una computadora como avergonzado de seguir él, en la dimensión de un sueño.

Apenas escuché cuando dijo:

- Yo creo que nunca llegamos a merecerlo...

No supimos cómo llegó la noche, cuando Ivano Puliti cruzaba la sala, recién llegado de Tovar, y nos decía:

- Qué cosa. Ni cuando murió mi padre ni cuando mataron a mi hermano Giandomenico he llegado a sentir una desolación como esta.

Poco a poco iríamos cayendo en la cuenta del rumbo definido y señalado por el mismo Comandante, aquel visionario que lo entrevió todo el 8 de diciembre por la noche. Tardaríamos en irnos dando cuenta que ya no éramos meras sombras, porque forcejeábamos por salir del brutal letargo, una lucha por salir del aturdimiento. Lloros, tragedias, recuerdos destrozados, caminos inciertos, desamparo. Con gran valor fuimos asiéndonos a sus últimas palabras de aquel 8 de diciembre. Otra vez él indicándonos el camino. Ya todo estaba delineado por su genio. Había descrito el mapa, el rumbo, y en aquella hora lo buscamos en nuestro corazón, con el zumbido de YO YA NO SOY YO, YO SOY UN PUEBLO.

jsantroz@gmail.com



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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