La clase política de derecha venezolana discursea, con sus manteros al aire, a voz alta, imponente, de patrón acostumbrado a mandar. Hace su plantón con el rostro de dueños. Llama a la resistencia, pide no desmayar y amenaza con quedarse en la calle hasta que Maduro se vaya. Felicitan a los jóvenes que enfrentan a la Guardia nacional. Son valientes, héroes que no temen a la dictadura chavista. Preparados para mostrarse en las cámaras. Cae un joven producto de los excesos de la Guardia Nacional, cae otro joven por su impericia al pretender quemar una moto de un cuerpo de seguridad del Estado o cae otro joven al no saber manejar un mortero de fabricación casera. Y siguen dejando su vida otros tantos jóvenes que desean derrocar al Presidente Nicolás Maduro. Entre tantos muertos no cae ni un miembro de esa clase política de derecha. Ni siquiera cae un dirigente juvenil. Caen muchachos anónimos que se hacen conocer cuando ya la muerte se los lleva. Pero no sólo no cae un dirigente, es que tampoco le llega la muerte en las calles encendidas por la violencia a los hijos, sobrinos, ahijado o hermanos de la dirigencia.
Se trata de una dirigencia que protege a sus hijos en casa o los envía al extranjero, lejos de la violencia que toma cuerpo en el país, a la espera de la caída dl gobierno, formándolos para que vengan a ocupar los cargos claves en el nuevo gobierno. Es preferible que arriesguen sus vidas los hijos de la militancia de base o los casiniños inyectados por el odio que esa clase política expande por todos lados, en especial entre los sectores de la pequeña burguesía. Sin ningún respeto por la vida del otro, apoyados en el cristianismo que en teoría condena la violencia, el odio y la muerte, pero que en la práctica ese cristianismo, al menos su dirigencia, se hace aliado del sacrificio de la juventud que deja su sangre en las calles.
Caen más jóvenes y no hay tregua.