Tuve la oportunidad de visitar La Higuera, de caminar por el pueblito boliviano que vio por última vez a Ernesto Guevara de la Serna, de conocer la escuelita en la cual lo mantuvieron preso y lo asesinaron a sangre fría, y de ver la batea en la cual, una vez muerto, depositaron su cadáver, para exhibirlo a los periodistas y así ufanarse por la cobardía de haber asesinado a uno de los gigantes de América Latina. Pocas cosas me han conmovido tanto.
Asesinar a sangre fría a Ché no era tan fácil. Quien lo hiciera se enfrentaba a una leyenda. Pararse delante de alguien quien, llegada la hora, descubría su pecho y le gritaba a su verdugo que lo asesinara como a un hombre, no era tan sencillo y es por eso que a la hora de apretar el gatillo fue necesaria la ayuda a la cobardía que brinda el alcohol. Por más que los generales René Barrientos y Alfredo Ovando, quienes para entonces seguían instrucciones de la CIA y la Casa Blanca, le hubieran dado la orden, para Mario Terán no fue fácil disparar, quizás intuía, desde ese momento, que pasaría a la historia de un modo infame. El mismo reconoció a la prensa, posteriormente, que temblaba frente a él y que en ese momento le pareció “muy grande, enorme”.
EL VERDADERO MILAGRO PARA MARIO
Han pasado ya 40 años de ese episodio terrible de la historia del continente, pero el Ché sigue haciendo el milagro de convertir conciencias. La “Operación Milagro”, que es la que realizan los médicos cubanos de manera gratuita, con el fin de devolver la vista a los que sufren de cataratas, llegó a Bolivia y ha atendido a cientos de personas que antes estaban ciegas y que hoy pueden ver.
Entre las personas atendidas, hubo tres hombres identificados con el nombre de Mario Terán. Este es un nombre común para los bolivianos, pero que no pasa desapercibido para los cubanos de más edad, quienes inmediatamente recuerdan al autor material del asesinato del Ché. Los médicos que operaron a estos tres hombres se dedicaron a hacer su trabajo de amor y revolución. Se concentraron en devolver la vista a los ciegos, tal y como lo pide Jesucristo en el Evangelio. Nunca pudieron imaginar que estaban haciendo el milagro en los ojos de un hombre que, cuarenta años atrás había cegado la vista de alguien tan importante para ellos.
Pero el milagro que hicieron no fue solo físico. Además de devolverle la vista, un gesto de su hijo indica que sucedió algo mucho más importante. Unos meses después de que el padre recuperó la visión, el hijo de Mario Terán se presentó en el periódico “El Deber”, de la ciudad boliviana de Santa Cruz, que queda cerca de La Higuera, a solicitarles que por favor publicaran una nota de agradecimiento dirigida a los médicos cubanos por haberle devuelto la vista a su anciano padre. Es obvio que este joven sabía lo que iba a suceder. Evidentemente entendía que inmediatamente alguien iba a recordar el nombre y que se darían cuenta de quién se trataba. Y con seguridad no hizo eso como una iniciativa personal, sino que muy probablemente contó con la autorización de su padre para adelantar este gesto de gratitud.
Por eso, el milagro más importante no es haberle devuelto la vista de los ojos, sino la del corazón. Aquella capacidad que tenemos todos los seres humanos de ver el bien donde este se encuentre.
Lo primero que vio Mario Terán cuando recuperó la visión fue un afiche del hombre que mató hace cuarenta años, y que está en todos los consultorios de los médicos cubanos. Después de cuatro décadas, él ha vuelto a ver en dónde está el amor.
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