Todavía somos chavistas


Según las encuestadoras más implacables convertidas en fichas de propaganda contra el Gobierno, todavía la guerra sucia y los efectos de la crisis no logran que la empatía de nuestro pueblo con su presidente baje de 50 por ciento. Pero no hay que hacerse el pendejo ante la detección de rabias callejeras, de un descontento producto de situaciones reales, y otras exacerbadas o confeccionadas por los medios de la derecha. Pocas veces me he dedicado en este espacio a hablar desde mi condición de sujeto afecto a un Gobierno más imperfecto que el coño, pero el más apegado al pueblo que he conocido. Hago hoy una de las pocas excepciones en esa dirección, porque hoy Chávez y el chavismo militante se enfrentan a un momento difícil en su relación con las masas populares.

Los chavistas estamos sometidos permanentemente a los ataques de una maquinaria de propaganda y guerra de opinión pública en la cual el enemigo es experto, y nosotros unos pobres aprendices. El enemigo tiene más de medio siglo perfeccionando las artes de destruir la imagen del otro, y nosotros apenas unos pocos años experimentando con las formas alternas de comunicación, la guerrilla mediática y la democratización de las herramientas de la información. Muchos soportamos esos ataques, pero quien no sabe de militancia ni conoce el origen y esencia de esta guerra que vivimos hoy puede sucumbir a la desesperanza, a la desilusión y al pesimismo.

Estas son entonces mis razones para permanecer en esta acera de la historia, y no allá enfrente adonde van a parar los impresionables, los indecisos, los de convicciones frágiles y en general los cagones que creen que ser revolucionario es una fiesta consistente en vestirse de rojo y gozarse las riquezas del país. Pero también va a parar allá mucha gente honrada, humilde y honesta. Esa que hoy anda medio arrecha y que probablemente en unos meses vuelva a recuperar la fe en el proyecto, y no sólo en el Presidente.
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Si yo tuviera que defender al proyecto chavista a partir de los conceptos convencionales de una sociedad fatalmente condenada al capitalismo, mi dictamen tendría que ser adverso al proyecto que ha puesto Hugo Chávez en la mesa. Si yo quisiera que los hospitales funcionaran, que la gente fuera a misa los domingos, que la policía matara o encarcelara a los delincuentes (delincuente: sujeto que atenta contra la propiedad y la tranquilidad de la “gente de bien”), que los indigentes no se dejaran ver en las avenidas céntricas y lugares de esparcimiento de las clases medias y altas; si yo quisiera que los pobres respetáramos y consideráramos entidades superiores a los ricos, a los curas, a los militares, a los periodistas, a los gobernantes, a la gente que aparece en televisión y a los funcionarios públicos; si yo creyera que el mundo funciona bien pero que podemos mejorarlo ubicando a unos gerentes probadamente exitosos en cargos públicos estratégicos, o entregándole a unos empresarios el control de las funciones del Estado, y metiendo en la cárcel o matando a los comunistas; es decir: si yo quisiera que esta sociedad en estado de descomposición funcionara, yo sería de derecha. Sería antichavista. Votaría a favor de cualquier partido de los autodenominados “democráticos”. Estaría muy preocupado por los millones de dólares que el país produce o deja de producir, y porque a un multimillonario lo castigan o lo multan por promover golpes de Estado desde su televisora particular.
Pero a la sociedad venezolana no se le puede medir hoy con los mismos parámetros con que se mide a otros países. En Venezuela se han roto algunas condiciones que lo mantenían inmerso en cierta conveniente noción de “normalidad”, entendida esta como un estado de cosas en las cuales los esclavos estamos contentos de serlo, y por lo tanto los esclavistas viven tranquilos y ninguna turbulencia perturba las aguas donde navegan sus yates.
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En 1814 una horda enfurecida de miles de esclavos y sirvientes al mando de un asturiano llamado José Tomás Boves llegó a libertar a un pueblo oprimido. Como los liberados eran sirvientes y castas consideradas inferiores, la historiografía no lo registra como liberación sino como hecatombe. En aquel entonces, Boves emitió un bando según el cual los ricos mantuanos debían inclinarse en respetuosa reverencia cuando se toparan en la calle con un negro, pardo o zambo. Eso no era ni es “normal”: lo normal es que los negros y pobres nos inclinemos ante los blancos y poderosos.
Yo soy chavista porque, al igual que en 1814, los venezolanos estamos asistiendo a un proceso de destrucción de una “normalidad” embustera, tramposa e impuesta; una “normalidad” que considera ofensivo el que a un empresario lo cite la policía, la Fiscalía o el poder legislativo a una interpelación o a someterse a una investigación: los Estados burgueses sólo investigan a los pobres. Con Chávez en el poder las figuras de autoridad, comenzando por la propia figura presidencial, han recibido la bofetada que las ha rebajado a su condición humana más simple. Un cura, un militar, un periodista, un empresario, un multimillonario, un músico de renombre, ya no son abordados en las calles para ser alabados y glorificados y para que den autógrafos, sino para ser interpelados en su condición de ciudadanos comunes. Con el chavismo en el poder comenzó un sano proceso de humanización de lo que antes era santificado e idealizado: hoy sabemos que del Presidente para abajo todo el mundo fornica, defeca, llora de dolor o tristeza, tiene imperfecciones y debilidades.

Es verdad que todavía Chávez le hace muchas concesiones a la burguesía, que todavía los oprimidos lo somos y los poderosos son unos cuantos más. Es verdad que Chávez es bolivariano, aunque a ratos parece bovero o bovesista. Pero con Chávez, en Venezuela ha comenzado un proceso de desacralización de las jerarquías, paso esencial para la construcción de algo que le resultará muy anormal a los “normales” del momento: la democracia. Esa construcción que ha de ser algún día el Gobierno del Pueblo, y no un entresijo de postulados entre los cuales destaca aquel según el cual la empresa privada puede vejar al sujeto de la democracia, que es la gente pobre que necesita vender su fuerza de trabajo para sobrevivir en esta selva. Soy chavista porque Chávez ha catalizado con relativo éxito el proceso de destrucción de una sociedad que la humanidad debe abandonar urgentemente como opción.



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José Roberto Duque


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