Venezuela y México, dos épocas, dos revoluciones y una semejanza

Invito a que nos situemos en un ejercicio comparativo siempre muy provechoso a la hora de comprender la complejidad de los propios procesos revolucionarios. Lo sucedido en Venezuela con tendencia a multiplicarse por el resto del continente, se da por supuesto en el marco de una bestial expansión mundial del capitalismo en su forma más agresiva y belicista. Es la “realidad” mundial que se nos impone con la caída de la URSS y del contexto de la guerra fría. Un capitalismo bestial y triunfante cuyo modelo neoliberal, utilizado en sus comienzos como formato defensivo para superar la crisis política, económica, social, que reventó en su seno desde los finales de los años sesenta, ahora lo utilizará como forma universal de dominio donde “las crisis” del sistema en sí y “las guerras” transnacionalizadas –el propio “caos” del sistema”- ya no serán vistas como quiebre de su utópica armonía o formas ineludibles de confrontación del imperio enemigo totalitario y antiliberal, sino como herramientas para una expansión perpetua y definitiva del modelo civilizatorio –ya hoy caótico y totalmente destructivo- capitalista.

De este contexto mundial particular podemos sacar cantidad de especulaciones respecto a los límites y posibilidades de la revolución social hoy en día. Otros incluso harán de él una excelente justificación para no poder hacer -o no permitir hacer en el caso de contar con el poder político- lo que está pendiente con en el mismo avance de la revolución social. Sin embargo, más allá de lo determinante que pueda ser o no el contexto histórico que arropa un determinado proceso transformador, más allá de las justificaciones paralizantes que nunca faltarán, las revoluciones sociales en sí tienen una lógica propia, un ganar y perder, una sucesión de demandas y de anhelos populares, unas formas y dinámicas internas, que atañen sólo a ellas mismas. Es el carácter “profético” –no determinado- que tiene ese momento particular en que se rompe la continuidad histórica a través del hecho revolucionario como diría el filósofo alemán Benjamin en los años treinta. Es también la forma repetitiva, la profunda semejanza, que tiene por ella misma la revolución de los explotados y oprimidos en el mundo capitalista más allá de sus fechas y lugares de desenlace, y aunque sus verdades, sueños y “realidades” particulares cambien profundamente. En este sentido mucho podrá explicarnos y advertirnos el mundo de hoy y mirar en él lo que se abre o lo que se cierra en la singularidad de su momento, pero hay también otras circunstancias donde se repite lo trágico y lo cómico, lo triste o lo feliz de la épica revolucionaria de manera asombrosa y mucho más si se parecen tanto los benditos “hijos de puta” que tenemos de enemigos.

Leyendo el libro de Adolfo Gilly sobre la revolución mexicana (“La Revolución Interrumpida”), publicado en los años setenta, aparecen precisamente estas semejanzas asombrosas en lo que respecta sobretodo al inmenso protagonismo de masas en que se soportan ambas revoluciones. Pero a su vez la manera en que este protagonismo en momentos claves y gracias a los propios errores de los bloques revolucionarios fundamentales implicados en el proceso, se convierte en la base sobre la cual intereses de clase contrarios y proyectos de país antagónicos al plan básico revolucionario, intentan por vías distintas absorber, controlar y mas adelante aniquilar esa inmensa fuerza popular en movimiento en nombre de los mismos ideales emancipatorios hechos suyos por las bases populares. Intento que al mismo tiempo que bloquea las fuerzas emancipatorias, paradójicamente también acelera la aparición de “terceras realidades” contrarias a los bandos confrontados al inicio del estallido revolucionario.

En el caso de México, esa “otra república” que hubiese sellado el triunfo revolucionario en el México de principios de siglo quedó limitada básicamente a la epopeya liderizada por Emiliano Zapata en el estado de Morelos y la formación de un gran espacio de autogobierno fundamentalmente campesino que pudo llevar adelante en su momento las grandes metas de la revolución agraria tanto a nivel socio-económico como a nivel político, hasta su derrota y desaparición luego del asesinato de Zapata. En el caso venezolano, situación que por lo visto tiende a expandirse en diversas naciones del continente, tenemos una realidad que apenas aparece, no estando envueltos hasta los momentos en una guerra revolucionaria definitiva, lo que equivale a decir que estamos frente una historia que sigue abierta. Pero vuelve a operar el mismo ciclo de auge y posteriormente de cristalización de nuevas relaciones de dominio que no logran “desaparecer” el hecho revolucionario profundo, lo que da pie precisamente al surgimiento de opciones transformadoras mucho mas genuinas, no aprisionadas dentro del ideario republicano encausado ya sea por la oligarquía o por la nueva burocracia.

La revolución mexicana como sabemos comenzó con la irrupción de un movimiento democratizante en contra de la reelección de Porfirio Díaz que rápidamente se transformó en una guerra generalizada de sectores contrarios al estado porfirista que intentó continuar el presidente Madero y más adelante el general Huerta (llegado a la presidencia por un golpe de estado donde se asesina a Madero), quienes trataron de mantener por la fuerza la estructura social dominada por los grandes terratenientes y el ejército porfirista. En medio de este conflicto aparecen los dos grandes ejércitos populares de la revolución, el ejército de Pancho Villa concentrado en llamada “División del Norte” y el ejército zapatista concentrado en el estado sureño de Morelos. La diferencia entre ambos ejércitos es que mientras el ejército de Zapata desde un comienzo es un ejército campesino organizado en guerrillas que van tomando un espacio territorial cada vez más amplio y organizando su propio poder, el ejército comandado por Villa se luce hasta convertirse en una leyenda mundial en el plano militar (épica histórica que recoge John Reed en su libro escrito en vivo sobre Villa) mientras sigue sometido en lo político al mando del bando carrancista o “ejército constitucionalista” llegando a garantizar su propia victoria en 1914 sobre Huerta y el ejército porfirista. La ruptura con este mando solo se da luego de salida de Huerta y el intento de Carranza –ya hecho presidente- de aislar la División del Norte donde sale derrotado al enfrentarla. Ruptura que a su vez garantiza que la acción de estos dos ejércitos populares llegue a su pico histórico en diciembre del 14 cuando son capaces de tomar por su cuenta la cuidad de México, expulsar al carrancismo y formar un gobierno “convencionalista”, es decir, un gobierno formado con los representantes salidos de la “Convención de Aguascalientes”, efectuada unos meses antes, de donde salen victoriosas las tendencias más radicales de la revolución. Sin embargo este gobierno es dejado en manos de “gentes cultas” venidas de la pequeña burguesía que a los pocos meses la mayoría saldrán huyendo y poniéndose a las ordenes del ejército “constitucionalista” comandado por Carranza y Obregón, quienes, gracias a la falta de visión “nacional” de los ejércitos de Villa y Zapata y su condición “campesina” (es la interpretación que hace Adolfo Gilly de las limitaciones de clase de los ejércitos populares de la revolución), no logran unificarse y tomar directamente el poder nacional, favoreciendo la retoma de la capital por parte del “constitucionalismo” carrancista, su refortalecimiento militar y su posterior ofensiva primero contra Villa por el norte y luego contra Zapata en el sur hasta sellar la derrota definitiva de los ejércitos populares en 1920.

El centro de nuestro interés en este caso gira alrededor de la manera como el “motor” popular de esta gigantesca revolución en la medida de su avance y consolidación en el dominio del territorio es sustituido y luego destrozado por un mando concentrado por una nueva burguesía que desplaza el porfirismo y se pone ella misma como “único” representante de los ideales revolucionarios. Tanto Obregón como Carranza llamaron “reaccionarios” a los ejércitos y Villa y Zapata, absorbiendo para sus filas militares gran parte del naciente movimiento obrero de la capital que nunca vio en los ejércitos campesinos una representación genuina de sus intereses, pero tampoco se atrevió a crear una fuerza propia e independiente del mando burgués. Además, el mismo Carranza utiliza el “nacionalismo” y su enfrentamiento a los EEUU -potencia naciente en el mundo- que llegan a invadir el norte del México en 1915, como factor determinante en unificación de fuerzas populares alrededor suyo. El mando burgués en este sentido se convierte en una auténtica aspiradora de ideales y esfuerzos bélicos descomunales, cediendo incluso reivindicaciones históricas tanto del campesinado como de la clase obrera a nivel estrictamente constitucional como efectivamente se constata en el texto constitucional de 1917, considerada en su momento la más progresiva del mundo. Pero es a su vez la vía por medio de la cual los “constitucionalistas” logran imponer un modelo corporativo, burocrático y capitalista de estado que perdurará en el poder prácticamente hasta el día de hoy en su variante neoliberal apoyada por el PRI y el PAN. Vemos incluso como en la actualidad ese estado corporativo muta sin problemas internos mayores hacia el liberalismo mas extremo y privatizante, olvidando tranquilamente todo su pasado “nacionalista” y “estatista”.

Es aquí precisamente donde adquiere todo su valor y vigencia política (demostrada además por la irrupción del EZLN y el neozapatismo en 1994) la indomable aventura política y militar comandada por Zapata, la cual, con todos sus límites, desde un comienzo logra intuir con perfecta claridad la necesidad de construir un espacio, un orden, un mando colectivo, un ejército, un programa propio (Plan de Ayala), un pueblo, que gobierne plenamente su propio destino, sin aceptar jamás delegar su inmensa obra en una jefatura externa al menos dentro del territorio dominado directamente por sus propias fuerzas. En otras palabras, ese ejército campesino, aún en toda su ingenuidad y falta de visión global de los hechos (frontera que Adolfo Gilly interpreta como el límite mismo de la clase campesina y de la ausencia de un marco ideológico marxista que le permita construir una verdadera hegemonía nacional junto a la naciente clase obrera. Argumentos que podemos discutir pero que se lo dejamos a los teoricistas para que lo hagan), logra crear su propia “realidad”, externa a los dos grandes proyectos de estado y república desde donde se confrontan las clases dominantes: el proyecto liberal-terrateniente de los porfiristas y el proyecto corporativo, burocrático y desarrollista de las fracciones ligadas a Carranza y Obregón. Esa realidad, por el mismo apego a la tierra y a su territorio original de lucha, efectivamente la construye sólo en sus límites de dominio militar directo (básicamente el estado de Morelos) cediendo a nivel nacional el mando a aquellos que dicen estar allí “en nombre” de los intereses populares. Error que le costará muy caro, tanto a Zapata, como a los campesinos de Morelos como al resto del pueblo mexicano. Pero aún así, el registro histórico que deja el zapatismo respecto a la autonomía de las clases oprimidas en todo proceso de transformación; una autonomía que supera la visión representativa de la propia autonomía de las luchas, limitándola a espacios propios que “representen” las reivindicaciones de los oprimidos, pasa a convertirse en una autonomía total y radical del proyecto político y militar nacido desde el seno mismo de las luchas de los más excluidos y aparentemente “ignorantes”. Es la autonomía de un territorio que se expande con la revolución misma y de las nuevas relaciones sociales y de poder que ella genera. Estamos aquí frente a un mundo que “se imagina y se realiza”, se hace “realidad”, con total orgullo y determinación, gracias precisamente a la construcción de una maquinaria genial de guerra, de transformación, de nuevo orden, que subvirtió totalmente la consciencia de los oprimidos respecto a sí mismos, su papel en el mundo, abriéndoles la posibilidad de construir “otro mundo” igual a ellos y a la bondad y justicia que los inspiraba.

El ejemplo y legado histórico de ese “otra república” zapatista que hoy renace dentro de los límites de los municipios zapatistas de Chiapas, más una cantidad de pequeñas experiencias de radical autonomía regadas y dispersas por múltiples espacios de autogobierno popular por todo el territorio mexicano incluida la megametrópolis de la Cuidad de México, habló en su momento y habla hoy exactamente desde la misma tensión que vivimos actualmente en Venezuela. Aquí igualito, recordando la “formula venezolana”, una realidad que se quebró “en dos” con la sangre y el terror de estado de por medio, termina atrapando ese “nosotros” libertario dentro de la crisis de sistema y la confrontación a su interno de los sectores dominantes enemistados por esta crisis, hasta obligarlo a empezar a desatar con toda radicalidad la autonomía de los “ideales y realidades” que el mismo encarna como proyecto de los “de abajo”, como afirmación política y poderosa de esa “tercera realidad”, jugándose allí sí su victoria o su derrota. A la hora de tomar conciencia hasta qué punto “nosotros” hemos sido utilizados como plataforma de legitimidad de una de las partes en conflicto (aquella que buscó ser “la voz y la luz” del pueblo a la hora de quebrarse la realidad en dos) que hace de nuestro esfuerzo, de nuestra lucha, de nuestro genio, el instrumento mas útil para la consolidación de sus intereses de dominio, divididos entre fracciones de viejos y nuevos burgueses, empezamos a romper y a tomar distancia del espejismo ante el cual nos hemos engañado nosotros mismos, hasta encontrar nuestra auténtica verdad que no es más que el terreno, los objetivos y los modos concretos de nuestra propia liberación.

A diferencia de México aquí no hay un ejército revolucionario territorialmente ubicado y dominante que garantice por sí mismo un dominio militar suficiente sobre un territorio social específico que a la vez de muestras condensadas de gestación de esa otra realidad, materializada en la capacidad organizativa y constitutiva de un espacio amplio de liberación de las clases subalternas. Vivimos otro momento histórico donde la superioridad aérea y tecnológica del enemigo sólo puede ser confrontada por unidades dispersas de combate cuyo papel es el de un testimonio violento de presencia viva y capacidad de presión sobre las fuerzas enemigas hasta hacerle imposible dominar y controlar por completo el espacio ocupado. Pero aún así, cualquier fuerza militar ligada a la causa del “nosotros” cuando mucho no es más que una fuerza de acompañamiento y seguridad de múltiples espacios del campo y la ciudad donde se forjan nuevas relaciones sociales tendientes a la destrucción y superación del orden capitalista y político-burgués. Jamás estará en posibilidad de “limpiar” por sí mismo el “espacio estriado y despótico original”, como dicen los filósofos, o lleno de “hijos de puta” en lenguaje de Villa. De todas formas, en nuestro caso esta alternativa militar al menos hasta los momentos no ha sido posible, ni necesario –por ahora-, gracias a la legitimación que el mando externo del proceso ha hecho del viejo ejército y Fuerzas Armadas y policiales. A través del ideologicismo bolivariano y algunos testimonios internos de lealtad a la causa liberadora de algunos militares nosotros mismos hemos caído en la ilusoria empatía con unas estructuras armadas y policiales que se hicieron para todo menos para liberar pueblos. Nuestra situación en ese sentido es plenamente política, ligada fundamentalmente a la capacidad de desarrollar campos de resistencias necesariamente débiles y dispersos en su inicio pero que a través de su fortalecimiento, sus muestras de independización del mando vertical estatal y su capacidad articuladora horizontal, son capaces de romper el cerco y convertirse en fuentes creadoras de esa “otra república” productora de lo necesario y autogobernante de sus posibilidades. Fue también la intuición de Villa y Zapata probada en el campo concreto de la estrategia de guerra y las alianzas populares que ella generó.

Ahora, como tampoco la hubo en México, no se trata en este caso de la búsqueda idealista de un falso “tres” que opera como síntesis dialéctica dentro de un proceso de negaciones y afirmaciones de polos antagónicos que encontrarán más adelante su síntesis en un mundo totalizado y “socialista” o en el “espíritu absoluto” consumado en el estado burgués hegeliano. Ese “tres” no es sino la síntesis de sí mismo, de la engorrosa y contradictoria historia que lleva a un pueblo aplastado a convertirse en sujeto político capaz de romper las cadenas de opresión en el campo concreto de las relaciones humanas. Ayer como hoy estamos hablando de la beligerancia y creatividad política del “tercero excluido” (explotado, utilizado) que no tiene ningún destino particular salvo el que ese mismo “nosotros” pueda darse en el curso de una historia abierta y sin ningún apocalipsis ni paraíso necesarios que le espere al final del cuento.

Quizás por esta misma razón, por la intuición básica que conduce a los pueblos a pelear a sabiendas que no hay ningún salvador, ni dioses ni caudillos, ni ninguna lógica salvadora de la historia laica o religiosa que le garantizará su triunfo definitivo, es que a la hora de construir su propia “realidad” son tan parcos y cuidadosos con los pequeños pasos a dar hasta llegar el momento de los grandes atrevimientos. Parafraseando a Gramsci, estamos ante un fuerte pesimismo de la intuición compensado por un prudente optimismo de la voluntad. “Creer en sí mismo” después de siglos de brutal sometimiento no es nada fácil para nadie. Mucho más si esa intuición colectiva necesita aceleradamente darse las ideas y las estrategias que le garanticen victoria, es decir, llenarse de razón y de ciencia cargando una pesadísima historia de miedo, marginalidad e ignorancia que llevan al hombro. Los ejércitos comandados por Emiliano Zapata como el de Francisco Villa -que a la final también tuvo que apelar también a su total autonomía- dejaron la semilla aunque sucumbieron en este intento maravilloso por errores de visión y sobreestimaciones de sus fuerzas.

Sin embargo, a la hora de hacer comparaciones con nuestra historia, vemos como a pesar de la derrota mexicana hay una “tesis científica” (la “ciencia del pueblo” de aquella revolución) que hoy vuelve a probar su gran veracidad y que fue mucho más allá de las meras intuiciones o “reflejos limitantes” propios de su condición de clase (de clase campesina). Sin lugar a dudas estamos ante dos procesos históricos donde la tierra y el espacio vital son el primer campo de lucha desde donde pueden ir tejiéndose nuevas relaciones sociales, nuevas relaciones hombre-naturaleza y nuevas relaciones de producción. Tenemos muy poco de donde partir; nuestra condición de países periféricos, monoproductores y en el caso de Venezuela hundido en una economía dependiente de la renta de subsuelo, no nos da nada o casi nada en lo cual asentarnos y darnos potencia transformadora. La estrategia original de los ejércitos de Villa y Zapata es por tanto correcta digan lo que digan las “ortodoxias revolucionarias” y sus especulaciones teoricistas y probadamente falsas, alrededor de las clases –sus límites- y el estado –su inevitabilidad-. Es necesario organizar, ocupar y liberar todo lo que esta en posibilidad de hacerse, y no por ejecución de “ley” sino por derecho autovalorado y conquistado, hasta cambiar definitivamente las correlaciones de fuerza dentro del territorio ampliado nacional. La historia en ese sentido la tenemos mínimamente a favor. La libertades y derechos conquistados como el reconocimiento al menos de los puntos más lúcidos y éticos –al manos en principio- del liderazgo externo, empezando por Chávez, aceptan entre líneas que no les queda otra salida sino reconocer y legitimar discusivamente esta dinámica estratégica de liberación incontrolable por las estructuras burocráticas e insustituible por fórmulas representativas estatales o paraestatales como es el caso de los partidos. Puntos morales y de fuerza tienen que nacer para hacer esto posible. Al igual que el ejército de Villa al disponerse a ejecutar la toma de la cuidad de Torreón, pareciera que la década que se abre, al menos al comienzo, estará centrada en la batalla por la ocupación y la apropiación autogobernante, condición misma del primer gran triunfo, pero muy alertas y conscientes del inmenso riesgo que se corre ante la fuerza y la bestialidad actual de todos los enemigos internos y externos. Sin embargo la batalla se dio, Torreón fue tomada y solo así el triunfo de 1914 fue garantizado.



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Roland Denis

Luchador popular revolucionario de larga trayectoria en la izquierda venezolana. Graduado en Filosofía en la UCV. Fue viceministro de Planificación y Desarrollo entre 2002 y 2003. En lo 80s militó en el movimiento La Desobediencia y luego en el Proyecto Nuestramerica / Movimiento 13 de Abril. Es autor de los libros Los Fabricantes de la Rebelión (2001) y Las Tres Repúblicas (2012).

 jansamcar@gmail.com

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