3-5-23: Me voy a la troja, me embuto en la hamaca y con la mirada fija en la Montaña Los Atalitos busco (inútilmente) el vacío absoluto. Pero éste pareciera no existir, al menos para mí. La troja es mi lugar preferido en este paraíso, precisamente cuando procuro no hacer nada, sobre todo en la creencia de que puede ser posible no pensar en nada. Sólo los geniales holgazanes son quienes consiguen no estar en NADA. ¡Qué milagro de plenitud, esa! Creo, fue Baltazar Gracián, quien dijo que el ser humano aborrece el vacío y, así, pues, las malas costumbres (de tener la mente loca pendiente de miles de tontos miriñaques) nos hacen ariscos y tercos, desmoronando esos intentos nuestros por encontrar esa paz que nos permita, aunque sea por unos minutos, no estar en nada. Bueno, en vista de que la nada no me atrapa, la mente se escurre por entre los callejones más oscuros de donde provenimos, y se planta a ver la extinción de tantas bellas aves y animales que una vez poblaron estos parajes y que al parecer "lo hemos logrado" para siempre. El conquistador y colonizador español, que no acabamos por sacar de nuestra sangre y de nuestra cultura, ese que trata de imponérsenos con su indolencia, haciéndonos odiar los bosques, los pájaros, los ríos, odiar la imponente sinfonía de tantas bellezas naturales, muchas de las cuales ya ni recordamos… En mi caso, que soy llanero, conocí esa manía de enseñarnos a hacer hondas (chinas) para salir a matar pájaros. Nos enseñaron a disfrutar de las quemas de los campos para matar la maleza: "…Ya dos veces, monstruoso y despiadado/ sobre la tierra pródiga, el incendio/ su abanico flamante ha desplegado;/ ya dos veces, por furias impelido,/ las yerbas infecundas/su aliento abrasador ha consumido" (Francisco Lazo Martí).
Aprendimos a talar, a tronchar sin piedad árboles centenarios, y aún resuena en la mente de muchos de nosotros aquel insólito proyecto (que parecía también nuestro) de un candidato presidencial de Colombia (Gabriel Antonio Goyeneche) que en campaña electoral (1966) prometía secar el Magdalena para que por ella discurriera una autopista de hormigón. Y por aquí mismo, he visto desfilar esas huestes con perros cazadores y ya no sé qué cazan, pero salen con chopos y carabinas, y lanzan sus perdigones que escucho resonar por distintos puntos de estas montañas, y de pronto somos testigos de grandes escándalos que estremecen a la aldea, demencial algarabía de hasta ancianos y niños, tropeles de gente desaforadas que se echan a correr por las montañas persiguiendo a un esmirriado venadito (locha) para cogerlo y matarlo. Un animalito que ni carne tiene para hacer una empanada. Yo he caminado por estos lares cientos de kilómetros y al único animalito silvestre de cuatro patas que he visto (y bien raro ha sido para mí) es al faro (rabipelado o guache). Tal vez por ser endémico todavía no lo han exterminado, pese a que casi todos los días matan dos o tres.
Otro día sin una nube, sol radiante. Al no encontrar entenderme con la NADA salgo de la troja, voy donde está mi esposa dedicada a recoger los maniguales, de las limpiezas que hemos hecho; hay promontorios en distintos puntos del terreno, para luego ir colocándolos en los redondeles y en los alrededores del naranjo, del cambural, de los limoneros y el eucalipto. Dios mío, verdaderamente que el desmalezar es de esas luchas diarias y sin pausa que mantienen sin descanso a los agricultores, charapeando en los barbechos, en los cultivos o plantíos. Y en esa lucha se les va la vida, porque siempre el monte le gana al hombre en todos los espacios, y por eso ha tenido que apelar al veneno o a la quema, que después de todo tampoco puede con él. Ya hay malezas a las que el veneno no le hace nada, y más aún, la reafirma haciéndola como inextinguibles. Ya se sabe que los mismos herbicidas o las semillas que vende Monsanto, por ejemplo, traen en sí la proliferación de nuevas malezas resistentes a toda clase de químicos (precisamente, insisto, en esos tóxicos que se utilizan para tratar de combatirlas), bien costosos, por cierto. En definitiva, ese mismo veneno acaba más con el hombre que con la hierba mala, llegando a mezclarse con lo que comemos, presente en los mercados en esos tubérculos como la papa, la zanahoria, la cebolla y el ajo, en los que además de los normales y comunes que les ponen se agregan otros dos tan bestiales como el Gramoxone: el consumo de aguardiente (en muchos agricultores sobre todo en el páramo), junto con una demencial necesidad de arrasar con los bosques que encuentran a su paso. Ocurre con frecuencia que, de las borracheras demenciales, luego de duras jornadas, muchos jóvenes pasan al consumo de Gramoxone, como si al tiempo que calcinan la tierra también ellos se subsumen en la misma extinción que van provocando. A veces es el cáncer que el Gramoxone va aguijoneando en sus órganos, lo que también se los lleva. Timotes, durante mucho tiempo mantuvo la más alta tasa de suicidios y sobre tipos de cáncer por toxicidad, de toda Venezuela. ¿Por qué? Nunca se hizo un estudio de este fenómeno tan extraño como peligroso.