Y entonces, ¿Quién puso un arma letal en las manos de Neomar Lander?

¿Quién pagará por la muerte de Neomar Lander? ¿Alguien responderá por la vuelta a la tuerca de la violencia que produjo la difusión de una información falsa acerca de la causa de su fallecimiento?

Son preguntas que surgen en medio del maremágnum de acontecimientos que suceden en Venezuela. Y los presuntos culpables cuentan precisamente con esa realidad tan inestable y cambiante (junto a la vista gorda de quienes tienen el monopolio de la acción penal) para que el asunto pase a un segundo plano.

La intención inicial de la dirigencia opositora fue que la muerte de este joven de 17 años se le cobrara al gobierno nacional, al que este sector político califica de "dictadura". Ante el peso de unas evidencias bastante notorias, parecen haber desistido de imponer esa falsa versión, pero sin asumir su obvia responsabilidad ni en el deceso del muchacho ni en el fallido intento de achacárselo a las autoridades, conducta que causó nuevas olas de violencia en Caracas.

Analicemos el asunto con el cuidado que merece. El hecho de que Lander no haya sido víctima de un bombazo lacrimógeno (como propaló irresponsablemente el diputado Miguel Pizarro), sino del estallido de un explosivo "artesanal" (con el perdón de los artesanos) que él mismo manipulaba, no debería ser razón para que la muerte sea considerada un mero accidente y nos olvidemos de establecer culpabilidades.

No. Alguien puso un arma letal (¿quién duda ahora que lo sea?) en manos de ese chamo y de muchos otros que hasta ahora han corrido con mejor suerte. Alguien ha convencido a esos jóvenes y niños de que es legítimo arrojarle ese tipo de explosivos a un compatriota uniformado, lo que eventualmente (quedó claro) puede causarle la muerte o lesiones gravísimas a cualquier ser humano. Algún sector con poder económico ha pagado por esos materiales de alta peligrosidad, así como por los cascos, las máscaras, los petos, los guantes y demás adminículos que ostentan, pues no se trata de equipos al alcance de estudiantes atosigados por la mala situación económica. ¿Quiénes están haciendo esas labores de financiamiento de la desestabilización armada en las que se pone en riesgo la vida y la integridad física tanto de los mismos militantes opositores, como de los funcionarios a los que se dirigen los ataques?

Por otro lado, revisemos lo que ocurrió el día de la muerte de Lander. La difusión de la falaz versión de Pizarro, multiplicada por muchos otros y viralizada en las redes sociales, generó situaciones de violencia, incluso en algunos lugares donde antes no había ocurrido nada más allá de un cacerolazo. Un caso fue el de los alrededores de la plaza Candelaria, en el Distrito Capital, donde manifestantes exaltados quemaron dos vehículos de la Guardia Nacional y destrozaron vidrieras del Banco de Venezuela. Es obvio que la reacción a un asesinato que no fue tal generó una oleada de violencia y pudo haber causado otras tragedias. Una dirigencia opositora medianamente democrática hubiese hecho un llamado a la calma, pues ya para la hora en que comenzó la agitación (aproximadamente a las 9.00 p.m.) se sabía que el adolescente Lander no había sido asesinado por el gobierno. Muy por el contrario de apaciguar los ánimos, la dirigencia instigó a los militantes y simpatizantes opositores en todo el país a lanzarse a las calles porque "¡ya esto es demasiado, mataron a otro muchachito!".

Ante esto, surge de nuevo la pregunta: ¿Acaso no es deber de la sociedad toda reclamar a sus dirigentes que se hagan responsables de las consecuencias de sus llamados, especialmente cuando se basan en falsedades?

Un político joven, como Pizarro, podría dar el ejemplo en este caso y admitir su responsabilidad, si no en el uso de adolescentes y jóvenes como carne de cañón (eso sería demasiado pedir), al menos en la difusión, en este caso, de una información difamatoria contra los cuerpos de seguridad y generadora de mayor violencia en la ciudad. Francamente, sin embargo, no es nada probable que lo haga. La marca de fábrica de la dirigencia opositora (desde el más veterano adeco hasta el más lechuguino de los neoderechistas) es tirar la piedra y esconder la mano. Y él no parece ser la excepción.



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Clodovaldo Hernández


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