“En la historia como en la naturaleza, la podredumbre es el laboratorio de la vida". Carlos Marx
La historia de Haití comienza con una división, una forma de contrato de repartición que le da una característica de isla doble: Haití y República Dominicana es la isla compartida.
Haití conquistó su independencia después de una terrible lucha revolucionaria que duró desde 1789 hasta 1804. Al contrario de lo que sucedió en el resto del continente americano, no fueron los colonos criollos los que dieron la batalla de la independencia. Las fuerzas motrices fueron los esclavos, sublevados contra sus enemigos de clase y su sistema esclavista, y también, para poner fin a la dependencia en que se hallaba la antigua St. Domingue respecto a la metrópolis francesa.
Esta lucha se libró con un gran peso de antagonismo racial, en cuyo seno también prosperaron las ideas de la Revolución Francesa. La emancipación haitiana tomó un carácter destructivo y se vio a explotados y explotadores rivalizar en violencia y crueldad. Esta particularidad de la revolución haitiana no debe ser subestimada, ella ha marcado la evolución ulterior del país y es una pesada herencia de las que se han visto liberadas la mayoría de las naciones americanas, a excepción de México.
La independencia arrasó con toda riqueza material de St. Domingue, Perla de las Antillas. Veinte mil franceses cayeron por degüello o fiebres. La táctica de “tierra quemada” aplicada por los haitianos en la época final de la lucha, destruyó todas las fábricas, todas las plantaciones y ciudades, amén, de los envenenamientos masivos a los amos.
Haití, durante 22 años, ocupó a la República Dominicana. Sus tradiciones como naciones, son totalmente diferentes, con la salvedad del pasado indígena que recuerda a su reina Anacaona. En 1937 el dictador Trujillo, exterminaba con sus soldados a miles de negros haitianos, a machetazos o arrojándolos al mar, buscando que la República Dominicana fuera blanca.
En esta dinámica histórica, República Dominicana ha extraído su contenido negro, explorando más la herencia indígena, mientras que Haití siguió mirando a África como su utopía inconclusa. Pese a que la cultura haitiana exploró en su momento, la reconciliación con los opuestos, el sentimiento de nación ha sido más fuerte que el de país, como concepto antillano. Haití, buscó el perfil de su origen. La historia oral indígena casi no existe para los negros. La etnicidad cambia con el escenario geográfico, aún cuando en lo real prevalezca la mezcla. Por supuesto, estas rivalidades culturales no escapan de la occidentalización general y de un origen francés con inspiración cristiana.
La vida en caliente es la fascinación de un mundo diferente, con alternabilidades culturales, paralelismos y disfraces que esconden el Yo. Histórica e ideológicamente ha incidido la cultura de la plantación, en una red paradigmática del creóle. El vudú y el creóle fueron formas de resistencia en Haití. A pesar de las leyes y castigos el creóle sigue siendo la lengua de todos los haitianos. Todos siguen creyendo en los dioses del vudú que vagan sueltos por los bosques y sus cuerpos.
Su matriz viene del establecimiento de su economía de plantación, la cual aplicó violencia y miedo contra el territorio indígena pues el cultivo de la caña y la implantación de mano de obra negra no concibieron al indígena en sus planes.
En el transcurrir de esta iracundia y temor, se crearon deslindes y antagonismos ente los opuestos: negro-blanco, amo-esclavo. Ambos ideológicamente con visiones distintas del mundo. Dos realidades diferentes que exterminaron la cultura indígena original. Esta particularidad cultural se plasma en la Casa Grande, en donde se concretaban las dos culturas: una adentro, en medio del confort, y otra afuera, trabajando, con el imaginario, de un tiempo de “estar en casa” a petición del amo.
La Casa Grande miró a Europa. El esclavo vislumbró a África. Existía una nostalgia perenne: ninguno de lo dos estaba ahí. “Algún día me voy”, era la añoranza. La casa para el blanco es status, es ostentación; salir a la calle con esclavos es indicar “que le sobran negros”. Pero al entrar a la Casa Grande, en otrora la seguridad de hogar, aparece la nodriza, la cocinera, el sastre, el cochero, el jardinero. Todos enemigos en potencia.
La Casa Grande es la ramificación de la plantación, la conversa de conspiraciones, la señal de peligro de envenenamientos, el recordatorio del “Siglo del Veneno”, cuando todos fueron envenenados por las cocineras, que bien sabían de yerbas. Entonces, viene el terror, la suspicacia. Se debe ser el guardián de la casa para “prevenir”.
Es una sociedad construida sobre la base del miedo. De hecho, si no es por el cause revolucionario que tomó el proceso, el envenenamiento hubiera sido masivo. Al no poder suavizar la explotación, la práctica fue la de las relaciones persecutorias. El colonialismo visible mutila sin disimulo, luego el neo colonialismo como hilo invisible crea una cultura del terror que convence que la servidumbre es el destino y la impotencia es su naturaleza: se induce a que no se puede decir, no se puede hacer, no se puede ser.
Basándose en esta cultura del miedo y la vigilancia, allá por años 1961-1962, Papá Doc Duvalier compró miles de retratos suyos, hechos en forma tridimensional. Como los santos, por donde vayas sus ojos te siguen, te sientes observado. La adaptación de un cartel de “Jesús te mira” cambió por la de “Papá Doc te observa” y Haití se llenó de miradas vigilantes. Profundizando el terrorismo profiláctico, para 1969 se aprobó una ley que condenaba a muerte a quien dijera o escribiera palabras rojas en Haití.
El haitiano aprende por la mirada lo aceptado y lo prohibido. La mirada es la vigilancia, los ojos el juicio. En esta cultura nadie debe mirar fijamente a otro. Para esta parte del Caribe el responsable es el otro.
En esta dualidad en rebeldía crea un Yo frente a Dios. El control social manejó la culpa cristiana: Dios persigue a sus fieles. En contrapartida el haitiano miró al vudú, lo cultivó, lo profundizó. Sus simbologías sagradas no exigían tanto en los términos del castigo del Yo. El negro cambió sus cultos, los cultivó más para escapar de la persecución de la religión oficial. Fue su respuesta a la forma excluyente como la Iglesia Católica les negaba sorprendentemente el ingreso a las órdenes religiosas en épocas tan tardías como el año 1739.
El vudú, derivado de la cultura de Dabomey, es entonces protección y protesta. Una manera de sentirse protegido y vigilado, pero por dioses benignos y con muchísimas variantes. Así surge la protesta montesquiana en boca de negro antillano: “¿Por qué se quiere que yo trabaje para una sociedad a la que yo no quiero pertenecer? ¿Por qué se quiere que yo defienda a pesar de mí mismo, una organización que se hizo sin contar conmigo”?. Esto para unos, es el “discurso salvaje”, una forma de resistencia a la opresión.
La resistencia fue la constante. Una presencia dividida en la Casa. Ya el individuo es mirado, la mirada da igualdad, pero se procura no llamar la atención: “No te diferencies, no te distingas”. No se debe tentar a los dioses ni a las autoridades. Prevalece la advertencia de que no debe dispararse el rumor. Cada individuo debe comportarse como todo el mundo, porque si no, le debe dar cuenta a la comunidad. La presión social actúa como juez del “diferente”. Se debe ser “parecido al otro”. Es una homogeneización que sólo se opaca con una originalidad que no irrite.
El politeísmo haitiano crea una nueva visión de la vida: “el cuerpo como morada y receptáculo de los dioses. Muy diferente al de la concepción cristiana que lo lacera, lo mutila del disfrute. Para el vudú el cuerpo es la fiesta.
Los colonialistas también se modificaron culturalmente, sus descendientes, su cultura mestiza también se permeó de sincretismos e hibridaciones culturales. El mestizo por ser hijo de razas que se repelían y se descalificaban mutuamente, no vino a ser una síntesis sino un nuevo contendor incapaz de identificarse consigo mismo, buscando siempre lo distante y lo ilustre en su justificación y lenguaje.
Muchas tradiciones de la literatura oral se incorporaron al blanco, especialmente a través de nodrizas negras, que no sólo amamantaban y educaban a sus niños, sino que a menudo los entretenían, (¿o se vengaban?) con cuentos pavorosos. Así pasaron a la tradición personajes que se formaron en la esclavitud, como el mandinga, el cimarrón rebelde que para los españoles llegó a confundirse con el diablo. Muchos otros seres misteriosos que venían directamente de África todavía a estas alturas son temidos. Entes abismales que le servirían para su revancha, pues se enseña siempre como se aprendió, bajo la cultura del terror.
Todos estos cambios en el blanco giraron síquicamente en la añoranza de “volver a la patria”. La cultura blanco mestiza se debate entre el ser y el parecer. Yo soy pero quisiera ser. El es suena a ambivalencia. La inducción es que toda metamorfosis se proyecte al ideal de ser blanco y a la vergüenza étnica.
Hoy, cuando aparentemente la historia “poco tiene que ver”, África sigue siendo para muchos la utopía, Guinea es el Haití místico y esplendoroso. Se cultiva un culto al ancestro pero en el fondo prevalece el sentimiento de “acumulación de la desgracia”. El daomeú es un país místico. Un doble imaginario que toca a la élite. Duvalier fue el gran perseguidor: un millón de exiliados, sólo comparable con la invasión gringa. Por sus desgracias, fabricadas o naturales, las migraciones continúan, hay una parte del sentimiento Caribe, en donde el individuo siempre se considera un arrebatado de la tierra. Tienen el exilio en la psiquis: Está escrito, nos toca el peregrinar. Sólo soy un negro que ama el mar. Recibí sólida educación colonial, tengo de inglés, francés, africano y de holandés. Entonces no soy nadie. Sólo soy una nación.
Y superarás, hermano haitiano, todos tus infortunios. La desgracia no se sentará cómodamente en tu isla. Abya Yala está contigo.
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