En ningún momento, el panorama ideológico de la revolución bolivariana ha lucido despejado y sin retos en la definición del horizonte patriótico y de transición al nuevo socialismo.
Solo la ignorancia puede afirmar lo contrario. Luego de la crisis del marxismo soviético y de la crisis de los socialismos realmente inexistentes, plantear una renovación de una izquierda revolucionaria, profundamente consustanciada con la refundación nacional de la República, luce como una odisea. En contraste, para la derecha, la revolución bolivariana ha sido un despropósito, una ilusión amenazante, una deriva hacia el abismo.
Sin embargo, para una mayoría del pueblo ha sido una esperanza, guste o no guste. Como todo acto heroico, esta experiencia no deja de presentar luces y sombras, virtudes y defectos, posibilidades y limitaciones. Esta experiencia ha nacido al calor de luchas con oponentes internacionales y nacionales, enclavados en atavismos anticomunistas, privilegios de clase, y los llamados por Vallenilla Lanz, prejuicios de casta.
Al parecer, la reacción visceral a los atentados terroristas del 11 de septiembre, liquidó cualquier solución multilateral a los desafíos de seguridad, justicia y paz internacional: ¡o están con nosotros o están con los terroristas! Desde entonces, se ha ido estirando semánticamente la noción de terrorismo, para colocar en ella a cualquier actor, movimiento o programa, que desafíe los objetivos de dominio-control global de la administración Bush.
Nuestra derecha, mimética, refleja, truncada en su madurez intelectual y moral, truncada en su autonomía psicológica, subordinada y tutelada, ha seguido pasivamente el dictat de Washington, mostrando una nula capacidad de criterio nacional, reforzando su coloniaje espiritual (su obsesión para rastrear en sus abolengo, algún rastro de aristocracia feudal de la España de la contra-reforma), inhibiendo cualquier resorte emocional que la comprometa con la idea de autodeterminación y soberanía nacional.
Al parecer, han optado por un modelo de relación con el gobierno republicano de los EE.UU, que es calco y copia de la sumisión incondicional del Geist de la “apertura petrolera”. No hay evidencia alguna de derecha nacional, sino de derecha transnacional, una derecha raquítica para pensar su papel en la construcción compartida y democrática de un ideal nacional articulada a valores y principios de la Constitución de 1999.
Tenemos todos los perfiles de una derecha gomera, que identifica a Manuel Matos como un símbolo de adscripción de clase, una seña de identidad, una suerte de grupo sociológico de pertenencia. Frente al fracaso de una inexistente “derecha nacional” para construir algo distinto del histerismo político, no es casual el giro retórico de segmentos de la oposición, buscando alguna conexión con la “democracia social”, palabra históricamente extraviada y desempolvada de los baúles del recuerdo. Un paradójico revival del Betancourismo, “padre de la democracia”.
Enfrentar al llamado “castro-chavismo” (Mires dixit) con el neo-betancourismo parece estar de moda en librerías, cafés y editoriales. Pero mientras lo rescatable de Betancourt sea una suerte de anti-castrismo ramplón, no se habrá roto con el cordón umbilical de la sumisión a Washington.
Para ir más allá de esta estúpida obsesión que terminó con el periplo que va, desde ARDI y el Plan de Barranquilla hasta al “Gran Viraje”, nuestro neo-punto-fijismo tendría que olvidarse de la “programación ideológica, neuro-lingüística incluso, del neoliberalismo. No es tarea fácil.
Tendrían que reconocer los logros de Chávez, y salir de las patologías crónicas, de la esterilidad política del anti-chavismo. Más que empantanarse con los misterios del PSUV, podrían digerir sus éxitos, lo que no contraria reconocer sus debilidades. En vez de agotar esfuerzos de radio, prensa y televisión, por negar que la constitución del PSUV ha sido un acontecimiento político positivo, podrían saludar el nacimiento de una estructura de mediación política que genere aperturas en el juego político.
Allí hay una contribución en la democratización todavía insuficiente de las anquilosadas organizaciones políticas venezolanas. La derecha mediática, en vez de acentuar tanto los enredos del PSUV, podría reconocer lo que hay de impulso desde abajo, abandonar la arrogancia y el desprecio.
Sabemos que esta arrogancia, este desprecio por los de abajo, es un reflejo condicionado de la derecha (prejuicios de casta para Vallenilla Lanz). Pero madurar es algo más que condicionamientos.
Gastar tanto espacio, esfuerzo humano en minar, desacreditar, meter cizaña y sobreexponer los infortunios del PSUV en vez de reconocer que no hubo cabillas, balazos, puñetazos ni robo de votos como nuestra tradición adeco-copeyana hizo rutina, es el saldo de la derecha mediática frente al PSUV.
Sin embargo, más allá de la proyección mediática, la conquista democrática es el civismo demostrado, el compromiso con la transformación social y el clima electoral de participación masiva de delegados, comisionados y voceros. Felicitaciones, entonces, a los de abajo del PSUV.
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