El estado de Dakota del Norte queda casi en el mismo centro de Estados Unidos. Por el norte colinda con Canadá y, al verlo en un mapa, llama la atención su forma. Es un cuadrado casi perfecto y sus cuatro fronteras ostentan un sospechoso dibujo de líneas rectas. La expansión natural de un pueblo en un territorio no se asocia con ángulos de 90 grados, con el trazado de una línea hecho con una regla de carpintero, cartógrafo o colonizador.
La perfección geométrica de Dakota del Norte produce recelo. Sin duda la geografía humana de la zona era otra, mayor que la actual y con fronteras orgánicas y porosas, cuando estuvo poblado durante milenios por pueblos indígenas: los mandan, hidatsa, arikara, sioux y chippewa. Los primeros contactos entre ellos y los adelantados europeos ocurrieron en el siglo XVIII. En 1861, sus tierras fueron integradas al mucho mayor Territorio de Dakota y, sólo en 1889, se le concedió la estadidad a la porción que llamaron Dakota del Norte, convirtiéndose en una provincia integrada a Estados Unidos.
Las líneas rectas que delimitan esta región fronteriza son el resultado de la expansión hacia el oeste, de las guerras contra los indígenas y la colonización estadounidense. Entonces, en la segunda mitad del siglo XIX, políticos y empresarios poderosos dibujaron un mapa sobre una mesa en un despacho de Washington. Probablemente no conocían el territorio y no consideraron la realidad de los que habían habitado por muchas generaciones estas tierras. De ahí que recurrieran a la simpleza de la línea recta y a la fuerza del ejército para imponerla. La invención de Dakota del Norte fue unilateral y unívoca. En ella no intervino ni la presencia ni la voz de sus habitantes. Sólo primó la riqueza que podía acaparar una de las partes.
Desde el pasado 3 de septiembre miles de ciudadanos estadounidenses de Dakota del Norte acampan en Standing Rock, para impedir la terminación de la Dakota Access Pipeline, un oleoducto cuya línea perfecta atraviesa la tierra. A estos manifestantes, en su mayoría indígenas, se les han unido gentes de todas partes, que se han solidarizado con su defensa de los recursos acuíferos y los espacios de significación histórica (por ejemplo, un cementerio ancestral) para estas comunidades. En ese territorio austero y gélido, pasaron el día de las elecciones y el Día de Acción de Gracias. Ante ellos, cientos de policías estatales, guardias nacionales de Dakota del Norte y otros estados y cuerpos de seguridad contratados por Energy Transfer Partners, la compañía que desarrolla el proyecto, han desatado una campaña cuya violencia demuestra la pervivencia de las actitudes de los conquistadores.
Remito al lector a la amplia documentación fílmica, accesible en internet y otros medios, de los cotidianos enfrentamientos en Standing Rock. En ellos se pueden ver tanques y vehículos militarizados, rociando con gruesos chorros de agua, a cientos de manifestantes encerrados e iluminados por potentes faros, como si estuvieran en un set cinematográfico. Los manifestantes deben soportar temperaturas bajo cero y no pueden huir, porque han sido cercados en algo que se ha convertido en un corral o un cuadrilátero enorme. También se puede observar cómo sufren ataques con gas pimienta, gases lacrimógenos, balas de goma y granadas cuya explosión está diseñada para provocar confusión y terror.
Hace pocos días Sophia Wilansky, una manifestante venida de Mineápolis, fue impactada por uno de estos artefactos cuando acudía a auxiliar a compañeros intoxicados. La granada explotó en su brazo. Su foto es cruda: huesos, arterias y venas están a la vista sin la envoltura de la piel. En los medios de comunicación se halla también una entrevista con su padre. Trata de mantenerse ecuánime, pero sucumbe cuando recuerda el brazo de su hija hecho jirones. Dice a los reporteros que Standing Rock no es Afganistán ni Irak, pero que la lesión de su hija es idéntica a la de una zona de guerra.
En la noche en que ocurrió la tragedia, hubo más de 300 heridos entre los manifestantes.
Coincidiendo con estos acontecimientos, el pueblo de Peñuelas y muchos otros puertorriqueños solidarios, enfrentaron una espectacular fuerza policiaca cuando intentaron impedir la entrada de docenas de camiones cargados con cenizas tóxicas al vertedero de la región. En los enfrentamientos, la policía arrestó a decenas de manifestantes, que oponían sus cuerpos y el canto de plenas a la Fuerza de Choque.
Sin embargo, Standing Rock y el movimiento "No a las Cenizas en Peñuelas" tienen en común algo más que la defensa del ambiente. En Washington, hacia 1860 en relación al territorio estadounidense y hacia 1900 en lo relativo al caribeño, se diseñó la naturaleza del uso de estas regiones conquistadas por invasión militar. En ninguno de los dos casos, sus habitantes indígenas o puertorriqueños, tuvieron voz para determinar el usufructo de sus tierras. La condición política que ambas poblaciones comparten, la común imposición de la ciudadanía estadounidense, sirvió para legalizar los designios explotadores de los políticos de Washington y las empresas que los influyen. Si algo demuestra la violencia en Dakota del Norte y la que, en cualquier momento podría desatarse en Peñuelas, es que en ciertas regiones, el colonialismo pervive sin término, independientemente de la concesión de la ciudadanía o, incluso, de la estadidad.
Ahora, que nos aproximamos a los 100 años de la imposición de la ciudadanía estadounidense al pueblo puertorriqueño, vale la pena considerar si no se sufre en Dakota del Norte y en Puerto Rico la misma trampa: el simulacro de inclusión e igualdad que permite el uso a conveniencia del territorio por políticos de Washington e inversionistas de Nueva York. La concesión de la ciudadanía es una estrategia y, a la vez, un espejismo que permite al poder continuar beneficiándose de decisiones en las que sólo se escucha su voz y expresa su deseo. La ciudadanía sería un Caballo de Troya que convierte cualquier agresión a un grupo subalterno en simple conflicto entre conciudadanos, impidiendo que los indígenas de Standing Rock y la comunidad de Peñuelas sean percibidos como damnificados del colonialismo. Estas comunidades no se enfrentan ya a extraños que harán con su tierra lo que deseen. El marco jurídico de la ciudadanía común les habrá arrebatado la posibilidad de ser considerados víctimas y bajas de la barbarie. Ante ésta ya sólo tendrán el recurso de ir a los Tribunales, la cárcel o el hospital.
Ésta es la línea recta que une a Standing Rock con Peñuelas. Es la ciudadanía como trampa.
Fuente: El Nuevo Día