Europa gravemente herida

El socialista Georgios Papandreou no quiso pasar a la historia de Grecia como el hombre que anuló la soberanía nacional para salvar a los banqueros y aceptó un estatus semicolonial para su país, con funcionarios extranjeros que controlarían su economía y su política. Para salvar su responsabilidad pidió un voto de confianza en el Parlamento y, sobre todo, convocó para diciembre un referéndum popular para que la ciudadanía decida si acepta o no el plan que, a costa de los griegos, permitiría a los grandes banqueros salir del brete donde se metieron. Después, tras perder su mayoría absoluta en el Parlamento y bajo presión franco-alemana, anuló el referéndum y tratará de formar un gobierno de unidad nacional con la derecha, aún más débil y desprestigiado que el actual. La Unión Europea (léase los capitales franco-alemanes y sus agentes gubernamentales), ante esa crisis, abandona a Grecia a su suerte (que la llevará, casi seguramente, a la cesación de pagos de la deuda, a la salida de la zona euro, la creación de una moneda propia y la devaluación de la misma -y, por consiguiente, de los ingresos de los griegos– y que podría llevarla, incluso, a una revolución).

Recordemos que Estados Unidos salvó a México, que tenía entonces menos de 100 millones de habitantes, con 55.000 millones de dólares durante la crisis llamada Tequila. Grecia, con cerca de 12 millones de habitantes, no pudo ser salvada ahora por una inyección de más de 200.000 millones de euros (280.000 millones de dólares). ¿Qué pasará entonces con países europeos grandes y poblados, como Italia y España, cuyas economías se tambalean y a los que los respectivos gobiernos aplican sangrías de caballo que las deprimen aún más? Si la Unión Europea no toma rápidamente grandes medidas preventivas, el derrumbe sucesivo de Italia, España y Portugal y el probable abandono del euro por los italianos, como prevé Paul Krugman, premio Nobel de Economía, podría resultar fatal.

Por eso la canciller alemana Angela Merkel sostiene ahora que lo esencial es salvar la zona euro, o sea, las finanzas europeas, porque la unión de Europa es en realidad no una unión de países y mucho menos aún de pueblos, sino una alianza conflictiva de capitales financieros. Ni siquiera es seguro que pueda lograrlo. Porque hasta ahora la Unión Europea perdió 280.000 millones de dólares, más otro tanto como resultado de la caída de las bolsas debido a la crisis griega. Y ni aún así pudo estabilizar a los bancos, que son insaciables y exigen continuas transferencias de los ingresos de la población hacia sus arcas. Aunque China, que es un gran socio comercial de la Unión Europea y tiene, por lo tanto, interés en que la misma se mantenga, acaba de ofrecer un refuerzo de 80.000 millones de euros (120.000 millones de dólares), ese aporte corre el riesgo de evaporarse como una gota de agua sobre una plancha caliente.

Además, para salvar la Unión Europea, el dúo Nicolas Sarkozy-Angela Merkel arrojan un salvavidas de plomo: el de la política recesiva y brutal de la reducción de los salarios indirectos (mediante cortes en educación, sanidad, asistencia social y aumentos en la edad de jubilación y de servicios e impuestos) e incluso de los salarios directos mientras el capital financiero especula con los precios de las materias primas agrícolas. El poder adquisitivo de los consumidores –y su expectativa de consumo– van hacia abajo mientras el costo de la alimentación y de los servicios aumentan. El resultado es un menor consumo interno en Europa en el momento en que la misma deberá pagar el sostén chino con concesiones políticas –como el reconocimiento de que China es una economía de mercado, tal como exige Pekín– lo cual facilitará grandemente las exportaciones chinas a la Unión Europea.

Hasta ahora, salvo en Grecia, donde las luchas son cada vez más masivas y decididas y podrían desembocar en un estallido social, los gobiernos europeos no deben enfrentar una oposición social masiva. A lo sumo ven crecer la oposición que a veces es de centro izquierda –como los social-liberales en Italia o los socialdemócratas en Francia– y otras de derecha, pero que en ninguno de los dos casos tiene otra propuesta económica que el continuismo de los planes del capital, apenas reformados y, por supuesto, ni piensa en una alternativa social. Si la crisis económica es profunda y gravísima, Europa políticamente es conservadora y socialmente recién comienza a despertar con algunas huelgas y movilizaciones y con el movimiento de los indignados.

Por consiguiente, y ante la falta de una amenaza social al poder capitalista, en el Grupo de los 20 se aprobarán medidas que aumentarán el nivel de los sacrificios que deberán hacer los trabajadores europeos, divididos aún horizontalmente entre nativos e inmigrantes y verticalmente por la competencia entre los que piensan sólo en su región o en su país sin percibir la necesidad de encontrar una solución común anticapitalista y de imponerla colectivamente. El cada uno para sí, el localismo, el nacionalismo, el racismo, el chovinismo que afectan a vastos sectores de los trabajadores europeos, son los principales sostenes de un capitalismo en crisis pero que conserva todavía la hegemonía cultural e ideológica y puede, por lo tanto, dominar a sus víctimas desunidas.

No basta pues con condenar al capitalismo como lo hacen los indignados, o con resistir con huelgas sus políticas y medidas como lo hacen algunos sindicatos. Es indispensable además organizar en toda Europa por sobre las fronteras y uniendo inmigrantes y nativos, con un programa anticapitalista alternativo de expropiación del capital financiero, de modificación radical del sistema impositivo, de sostén de los consumos populares y planificación común del desarrollo industrial. Este programa debe partir de que la crisis la deben pagar los que la causaron, de que los salarios y condiciones de vida son intangibles, de que al internacionalismo de las finanzas y las trasnacionales hay que oponerle el internacionalismo de los productores.



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