La llamada a la ‘revolución permanente’ ha sido un recurso utilizado por diferentes grupos políticos con fines muy distintos, sin que se tenga una conciencia clara del contexto en que esta teoría surgió y qué defendían exactamente sus postulantes. Debemos remontarnos a la Rusia de 1917 para encontrar las respuestas. En vísperas de la revolución y apoyándose en algunos textos de Marx y, sobre todo, de Engels, algunos teóricos como Plejánov y Bernstein, los llamados ‘socialistas científicos’, defendieron una lectura determinista de la historia. Esta se desarrollaría siempre de acuerdo a una trama escalonada en tres actos, feudalismo, capitalismo y socialismo, etapas imprescindibles del desarrollo histórico de los pueblos. El feudalismo de los zares debía dejar paso entonces a un orden capitalista bajo la batuta de la burguesía. Sólo en este nuevo contexto, favorecidas por el marco legal más permisivo de la democracia representativa burguesa y ante un antagonismo de clases creciente, podrían desarrollarse las fuerzas proletarias que protagonizarían en el futuro la revolución socialista. En la práctica, los socialistas científicos llamaban a las fuerzas revolucionarias del proletariado a luchar junto a la burguesía para derrocar al zarismo, para después regalar la revolución a los patronos. Esto no podía ser aceptado por los mejores exponentes del movimiento revolucionario. Había razones de peso para denunciar este reformismo camuflado bajo argumentos científicos.
Trotsky consideró entonces que la clase burguesa era demasiado débil para vencer al zarismo y realizar las enormes tareas exigidas por el pueblo, entre ellas la instauración de la democracia y la reforma agraria. Frente al optimismo con el que los socialistas científicos juzgaban el papel de la clase burguesa, Trotsky señaló los compromisos que unían a los principales capitalistas rusos con las fuerzas del Antiguo Régimen. Si a ello sumamos la enorme división internacional de las fuerzas capitalistas, enfrentadas en la primera guerra mundial con una intensidad hasta entonces desconocida, la burguesía rusa quedaba desacreditada para desempeñar un rol revolucionario. La solución pasaba entonces por emprender el camino de la revolución proletaria directamente, dando un salto en el rígido esquema histórico manejado por los reformistas. ¿De qué forma son útiles hoy las ideas de Trotsky? ¿Nos dicen algo válido para las revoluciones que sacuden el mundo árabe actual y, en especial, acerca de la revolución egipcia?
En el país de los faraones la población derribó heroicamente la tiranía de Mubârak después de años de lucha, un enfrentamiento que entró en su último compás al calor de la vecina revolución tunecina. Sin embargo, intuitivamente, los egipcios saben que la lucha no ha acabado. Como en Túnez, las movilizaciones continúan, allí en la plaza Bardô, aquí en la de Tahrîr. El epicentro de las protestas es un clamor frente a unos militares que se niegan a ceder el mando y cuentan con la complicidad de los Hermanos Musulmanes, que ahora, sintiendo cerca el poder, muestran su verdadera cara y dan la espalda a la plaza. Nada ha cambiado: el poder sigue en manos de una casta militar dispuesta a compartirlo incluso con los islamistas, pero nunca a devolverlo al pueblo. Su nuevo títere, Kamâl Ganzûri, está ya gastado antes de iniciarse en el cargo: con 78 años y ex-primer ministro de Mubârak, representa perfectamente la continuidad de la revolución tranquila que quieren los poderes de facto.
Acabamos de asistir a unas elecciones marcadas por la alta abstención y grandes irregularidades, sin tiempo para que los pequeños partidos revolucionarios pudieran organizarse en todo el país. Los partidos burgueses (entre los que debemos contar a los islamistas moderados), los militares y sus aliados occidentales apadrinan así una democracia bajo control, un régimen aparente de libertades que acaba allí donde se pone en cuestión a los poderes fácticos. Las potencias occidentales, cómplices antes de la dictadura de Mubârak, no van a mover un dedo. Al contrario, atrapadas en su propia crisis financiera, violan cada día las reglas elementales de todo régimen democrático, entre ellas el derecho de todo pueblo a elegir a sus representantes.
Este escenario devuelve a la actualidad las reflexiones de Trotsky acerca de la revolución permanente. El establecimiento de una democracia real y de un régimen pleno de libertades políticas parece imposible sin la toma del poder por parte de las clases trabajadoras. La burguesía egipcia está demasiado atada al ejército para permitir una democracia auténtica que pondría en riesgo sus intereses. Los egipcios lo saben y por eso Tahrîr va a seguir en lucha. Rusia vivió dos revoluciones en 1917, una en Febrero y otra en Octubre. La ‘transición’ burguesa fue así un espejismo que apenas duró 6 meses. Egipto podría vivir una situación similar. De la capacidad de organización de las masas que hoy toman Tahrîr dependerá cuanto dure el espejismo egipcio De esta plaza debe surgir una alternativa clara al régimen de los militares, con una estrategia para tomar el poder, sin esperar concesiones, y un programa socialista que responda a las exigencias inmediatas del pueblo egipcio. Sin esta transformación cualitativa la lucha por la revolución permanente puede verse convertida en un sacrificio sin sentido de vidas inocentes.