Desde que el partido socialista ganara las elecciones de 2004, la derecha española no ha dejado de desestabilizar su gestión gubernamental. No oponiéndose a que gobierne de una u otra forma sino sea cual sea la manera en que lo haga. La derecha española está acostumbrada a considerar que España es suya y que sólo ella está legitimada y preparada para gobernarla y no ha dado ni un minuto de cuartelillo al partido socialista.
En
la anterior legislatura, espoleada por el rechazo del resultado
electoral, los propios dirigentes del Partido Popular actuaron como
punta de lanza, centrándose principalmente en los asuntos relativos a
los derechos civiles y personales y usando a la jerarquía de la Iglesia
Católica, en manos de prelados de extrema derecha, como ocasional
mascarón de proa contra José Luis Rodríguez Zapatero y su Gobierno.
En
la actual, la crisis económica, que por supuesto el Partido Popular no
había previsto (o al menos no lo advirtió así a los ciudadanos), ha
sido la principal excusa para atacarlo constantemente. Pero, a
diferencia de lo ocurrido en los cuatro años anteriores, ahora no son
los líderes populares quienes cargan sobre sí con el principal peso de
la batalla sino que se sirven para ello de la patronal, de los
ideólogos al mando del Banco de España y de un buen número de
economistas en nómina directa o indirecta de gabinetes de estudios,
institutos o fundaciones creados bajo el amparo de los bancos y las
grandes empresas.
Entre todos han logrado crear un clima en el que predominan tres ideas principales.
La
primera que la crisis es responsabilidad exclusiva del gobierno de
Zapatero, obviando que fue el propio gobierno de José María Aznar quien
estableció en gran parte las bases para que aquí la hayamos sentido con
singular intensidad y, sobre todo, que es el Partido Popular quien
explícitamente defiende el capitalismo desregulado y con una presencia
del Estado ínfima y al servicio de las corporaciones que la ha
provocado.
La segunda idea es que lo que se necesita para salir de
la crisis es más desregulación laboral, reducir el coste del despido y
las cotizaciones sociales, debilitar la negociación colectiva y, en
definitiva, reducir los salarios. Propuestas sin fundamento científico
determinante y que, como ya he escrito aquí en otras ocasiones
(¿Moderar los salarios?, Las cotizaciones sociales) empobrecerían aún
más a nuestra economía, la harían más vulnerable y frágil, y que
simplemente se encaminan a procurar que la gran patronal y los bancos
salgan de la crisis en mejores condiciones aún y disfrutando de una
parte más grande de la renta nacional.
Frente a ello, el
Gobierno ha cometido tres errores fatales, que seguramente han actuado
como causa encadenada uno de otro. El primer error ha sido la tardanza
imperdonable en reconocer y abordar la situación de crisis con
prontitud y haber trasladado a los ciudadanos una imagen de ceguera e
improvisación que ha minado su credibilidad hasta límites seguramente
mucho mayores de los que incluso muestran las encuestas. Mientras no se
adelante a los acontecimientos y haga ver a la ciudadanía que lleva la
iniciativa controlando los tiempos y la situación, seguirá perdiendo
confianza y apoyo electoral. El segundo, haber dejado el gobierno de
los asuntos económicos, el diseño estratégico desde presidencia y la
política más concreta de Economía y Hacienda e incluso de otros
ministerios, en manos de personas seguramente de gran honestidad y
cualificación profesional pero que constantemente manifiestan estar
básicamente de acuerdo con los postulados económicos de la derecha. Es
lógico que con esas alforjas, los ciudadanos prefieran hacer el viaje
con la derecha a quien suponen que hace esas políticas con más
coherencia y eficacia.
Finalmente, y aunque hay que reconocer
que el propio presidente Rodríguez Zapatero ha manifestado en ocasiones
su voluntad de fortalecer las políticas sociales y de no dejarse llevar
completamente por las propuestas de la patronal o del Banco de España,
es decir, de la derecha de Rajoy que en materia económica se expresa
por sus bocas, lo cierto es que ni se ha diseñado una política global
diferente, ni apenas se ha hecho nada por lograr que los ciudadanos
empoderen al Gobierno. Y así es muy difícil, por no decir imposible,
que éste pueda tomar medidas algo diferentes a las que reclaman los
grupos económicos y de poder acostumbrados a decir lo que hay que hacer
con la economía española.
No hay que olvidar que lo que desde
hace años va buscando la derecha económica en todo el mundo, y lo que
en gran parte ya ha conseguido, es despolitizar el gobierno de la
economía. Es decir, evitar que las decisiones económicas estén
contaminadas de preferencias sociales y de decisiones democráticas. Lo
plantean claramente en algunos ámbitos, como el de la política
monetaria (que tiene un gran efecto sobre la distribución de la riqueza
y que, sin embargo, se ha dejado en manos de los técnicos de los bancos
centrales, que así pueden favorecer sin interferencias los intereses de
los poderosos, como se viene demostrando constantemente) y lo promueven
sin cesar en todos los demás. El ya fallecido Rudiger Dornbusch llegó a
proponer que las finanzas argentinas estuvieran gobernadas por expertos
extranjeros y eso es más o menos lo que en la práctica se asume cuando
se dan por buenas sin rechistar las orientaciones de la OCDE, el FMI o
la Comisión Europea.
Mientras predominen estas ideas y esta
forma de abordar y dar respuesta a los problemas económicos será
inevitable que las políticas económicas sigan favoreciendo a quienes
tienen más poder al margen de las instituciones representativas y
perjudicando a quienes ingenuamente se limitan a confiar en lo que
hagan sus representantes políticos.
Seguramente sería muy
improbable que en materia económica (y en otras) el Gobierno de José
Luis Rodríguez Zapatero pudiera ir tan lejos como quisieran sus
miembros más progresistas o el partido que lo apoya en las críticas
condiciones mundiales actuales, con las restricciones que impone una
Unión Europea esclava de las corporaciones y del pensamiento neoliberal
y la globalización excluyente y centralizada en la que vivimos. Pero
eso es una cosa y otra que se acepte sin más esta situación, que se
renuncie al empoderamiento, a transmitir a la sociedad un discurso
diferente y, sobre todo, que no impulse un mayor protagonismo de los
ciudadanos y de las ideas que demandan soluciones diferentes a los
problemas económicos.
La soledad del Gobierno frente a una
crisis que en gran medida han provocado quienes ahora le critican y que
han no han sabido ver y cuyas causas han legitimado los economistas que
ahora dicen saber cómo salir de ella, no solo es patética. Es también
innecesaria porque en la sociedad, en las organizaciones sociales y en
los sindicatos, e incluso me parece a mí que en su propio partido si no
se le quisiera mantener anestesiado, podría encontrar suficiente apoyo
y energía como para no tener que gobernar como un alma en pena.
Los
poderosos y sus acólitos han procurado y procuran siempre hacer creer
que la economía es un asunto técnico, un mecanismo ajeno a las
preferencias sociales y que solo conocen y pueden componer los expertos
que estudian científicamente su funcionamiento. Pero no es verdad. Las
cuestiones que afectan a la vida y al patrimonio de las personas son
economía política porque únicamente se pueden plantear y resolver en
función de intereses y no en virtud de la técnica de la que se disponga
sino del poder del que se disfruta.
Por eso, la única vía para
salir de verdad de la crisis sin perjudicar aún más a los más débiles
no es la de dejarse llevar por quienes se apropian de la voluntad
social afirmando que ellos son quienes saben lo que conviene a todos,
sino ampliando el debate social y la democracia económica.