Venezuela se hunde en el Orinoco

Los conquistadores españoles construyeron la Nueva Cádiz de Cubagua a principios del siglo XVI, para apoyar la explotación de las perlas, las más numerosas, grandes y hermosas conocidas hasta entonces. Quienes las robaron apenas saborearon el placer indigno del esturpro y la infeliz vergüenza de ser lacayos de los verdaderamente poderosos, pues la riqueza pasó de inmediato a otras manos. Parecía justificarse todo, incluso la contradicción, pues no había agua potable. Trajo consigo, la muerte de los indígenas forzados a la pesca perlífera, a quienes la violencia conquistadora arrebató sus más mínimos derechos. La codicia no valoró más que la fuerza de las armas que imponía la violencia de falsas leyes, destruyendo también la cultura que ahí existía. Pero, paradójicamente, acabaron con el mismo proyecto que los sustentaba, la explotación intensiva, desmedida e irracional agotó los yacimientos en pocos años, sin beneficiar a quienes se debía por derecho, pero tampoco a quienes fueron el instrumento de la destrucción. Un proyecto económico que se atacó a sí mismo, y puso al descubierto sus verdaderos fundamentos ideológicos, tan falsos y precarios que acabaron con todo lo que intentaban defender. La naturaleza hizo su parte, un terremoto y una suerte de tsunami ratificaron lo que la desmesura había instaurado, como si la tierra se vengara de quienes la habían irrespetado. Desde entonces, nada queda de Cubagua, ni de la fundación simbólica y pendiente de una nación subyugada a un proyecto extranjero.

Enrique Bernardo Núñez la utilizó como metáfora en los comienzos de la explotación petrolera, hacia finales de 1920. Describió una sociedad corrupta, con un protagonista que formado en el extranjero, quería estafar al Estado para volver a irse del país. Pero era el deseo manifiesto de todo el alto estamento oficial y privado. El juez y el militar, el comerciante, el propietario de tierras decimonónicas y el médico, los ejecutivos forasteros. La totalidad el estamento culto y privilegiado que sólo sueña con depredar y enriquecerse. Núñez, que vivía entonces en Margarita, se anticipaba a la denuncia del ministro de economía, Gumersindo Torres, que utilizando las cifras rebajadas publicadas por las mismas empresas explotadoras, reveló la verdad de la inversión extranjera, presente como solución para la larga pobreza venezolana: el gobierno de Juan Vicente Gómez, y la camarilla política que instrumentaba su tiranía, ofrecía descuentos aduanales, impuestos y otras viles prebendas a esas empresas, cediendo más de lo que recibía como pago del petróleo. Es decir, durante al menos medio siglo, regalamos el petróleo a quien decía favorecernos explotándonos, robándonos y humillándonos. Versión periférica de la dialéctica del amo y el esclavo, la víctima y el victimario. En realidad, el juego de la hipocresía cómplice. Obviamente,Torres nunca más fue ministro.

Núñez advierte en esa sociedad una descomposición vertical. Gente de pueblo, pescadores humildes que se roban entre sí, renuevan los impulsos de los antiguos conquistadores, que llevan sus mismos nombres. También aspiran la riqueza fácil, y para ello se confabulan con ladrones extranjeros, pero no para irse, porque ellos "siempre quedan". Es la misma dinámica autodestructiva y amoral impuesta por una economía tanática, que el escritor contrastaba con la fuerzas de dos personajes: una indígena inasible, que apela a impulsos profundos de rebelión, y un cura transculturado que no muere, entre piache y cristiano, que concilia fuerzas culturales de los orígenes, basado en el respeto mutuo, en la solidaridad y los valores profundos de la tierra. En uno de los finales de la novela (hay al menos dos), el protagonista, conmovido pero no transformado por la trama vivida, se dirige al Orinoco. Lleva consigo la experiencia destructora de Cubagua, no su redención, como han creído algunos críticos.

Hoy es el Arco Minero. Si no se detiene el decreto que lleva la firma del Presidente Nicolás Maduro (avalada por todos sus cómplices), será estigmatizado por siempre en nuestra historia. Ha sido una decisión forjada a espaldas de la población, que destruirá de manera radical el 12% del territorio de la nación (más que el territorio de Cuba o de Bélgica). Envenenará nuestros grandes ríos y agravará los problemas que hoy sufrimos de agua y electricidad. Arrasará las fuentes naturales de vida de una de las regiones más antiguas del planeta, haciendo desaparecer flora y fauna únicas, y encima se llevarán nuestros minerales (no sólo el oro). Proseguirán los asesinatos en la zona, pero ya no el pequeño ladrón minero para facilitar la entrada de los grandes depredadores del mundo, sino que morirán todos los pueblos indígenas que habitan por siglos esas tierras. Los expertos hablan de un ecocidio irrecuperable, un nuevo holocausto, una traición a los valores de la convivencia y del socialismo que el Presidente dice representar.

La Asamblea Nacional y su grumete mayor, Henry Ramos Allup, representando a los líderes y primeras damas de pacotilla que se dicen oposición, callan confabulados ante esto, como han callado ante el mayor defalco de nuestra historia. La sociedad hoy ha de ratificar su bando polarizado, pero entre corruptos y gente honesta, entre quienes se niegan a aceptar la vileza de ambos bandos, denunciar a esos cómplices –sí, de responsabilidad asimétrica–, pero secuaces en la destrucción del país, de sus esperanzas liberadoras, de sus riquezas y, ahora, de su futuro.

Estamos entre dos hordas antinacionalistas, amigos del "lujo venenoso, enemigo de la libertad, [que] pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero" (José Martí). Están entregando nuestro país a compañías arruinadas que habían sido expulsadas de Venezuela (como la Golden Reserve), que vuelven para poner orden al tonto fácil que las sacará de su fracaso, y finalmente doblar al país de rodillas. Compañías y prácticas que no son permitidas en otros países, que han causado daño y muerte en otros lugares, traen a nuestro Orinoco la vanguardia de la destrucción del planeta, la contaminación del aire, del agua, de la atmósfera. Zonas especiales de entrega pederasta, que anula la protección de los trabajadores ante capataces de otras lenguas, como en los peores tiempos de Pinochet. Que ofrecen ventajas fiscales y aduanales más beneficiosas que lo podrán recibir, como en tiempos de Gómez. Y amenazan castigar, incluso, la reflexión o la crítica a un acto de rendición al capitalismo de la peor laya.

¿Hasta cuándo callaremos ante estos sátrapas con poder o con ambición de poder, pero sin sentido de patria? Un gobierno culpable de una de las depredaciones corruptas más intensas y graves, quizás, del mundo, parangonable a lo destruido y robado por los conquistadores españoles. Y qué hacer ante una oposición que otorga su consentimiento culpable, y que nada hace por distinguir sus alianzas de maletín y el destino final de las riquezas mal habidas. Ahora expresarán su ambición negociadora con el veneno que este Arco Minero disparará en el corazón de nuestra nación para siempre.

El próximo martes 31 de mayo, a las 10 de la mañana, ante el Tribunal Supremo de Justicia, habrá que acompañar la entrega de una demanda de nulidad del decreto sobre el Arco Minero, que lo pone en evidencia como acto anticonstitucional, como traición, como ignominia. Si no se indigna la verdad ante estos hechos, y crecen nuevas alternativas de los escombros que quedan, veremos a Venezuela hundirse en el Orinoco como hace casi quinientos años, Cubagua bajo las aguas del



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Alejandro Bruzual

Alejandro Bruzual es PhD en Literaturas Latinoamericanas. Cuenta con más de veinte publicaciones, algunas traducidas a otros idiomas, entre ellas varios libros de poemas, biografías y crítica literaria y cultural. Se interesa, en particular, en las relaciones entre literatura y sociedad, vanguardias históricas, y aborda paralelamente problemas musicales, como el nacionalismo y la guitarra continental.


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