Los indispuestos con la reforma constitucional que hace paritario el voto estudiantil, profesoral y de los trabajadores en las universidades, temen que cualquier mediodía las cocineras abandonen el comedor, tomen por asalto la sala de traducción simultánea y se lancen a disertar sobre fenomenología. Mucho les ha dolido la agonía del insepulto claustro, arcaica estructura que tanto les ha servido para maniobras electoreras.
Ya dimos cuenta de esos argumentos sin soporte de que los trabajadores no tienen capacidad para dictar epistemología o bioquímica; de la supuesta pureza académica en la escogencia de las autoridades rectorales y de otros interesados mitos sobre ese nicho medieval donde toda negociación tiene su asiento y toda zancadilla su habitación.
Los irritados con la reforma constitucional saben de sobra que ningún bedel llegará a ser rector del Alma Mater, ni jardinero alguno jefe del Instituto de Medicina Tropical. Podrán votar, pero para ocupar cualquier cargo hay que cumplir con los requisitos académicos que pauta la ley. Si lo hicieran, ¡aleluya!
Los dolientes (y vivientes) del claustro medieval llevan décadas anunciando renovar la universidad. Así han jugado a la candelita con la comunidad universitaria. Conscientes de la necesidad de los cambios pero reacios a éstos, se inventaron una coprita, suerte seudo académica de aquella Comisión para la Reforma del Estado (Copre) que montara Jaime Lusinchi, con el fin de prolongar la decadencia de un modelo político agotado y becar a unos cuantos holgazanes.
La coprita universitaria se digitalizó y en lugar de adelantar la fulana reforma, le dio por dedicarse a lanzar mails contra Hugo Chávez, su obsesión. Cuando la modificación del artículo 109 de la Constitución tocó a las puertas de las universidades, sus autoridades retozaban en sus butacas confiando en la eternidad del claustro, con su cinturón de supuesta e hipócrita castidad académica.
La reacción ante los cambios que entreabrían la puerta de la cartuja, fue de histeria y espanto. Algunos revolucionarios, no ve, hicieron suyo el vocabulario de la “sociedad civil”: vienen las hordas, los bedeles serán rectores, los porteros tomarán por asalto las ciencias, un bárbaro será decano de humanidades, ¿cómo?, ¿qué es eso, cómo que mi voto y el de un vulgar profesor instructor valdrán lo mismo?
Aquel mastodonte de triquiñuelas, maniobras y pactos madrugadores llamado claustro, sintió amenazado su modus vivendi. No se reúne periódicamente como manda la ley, no conoce, ¿para qué?, los informes anuales de las autoridades rectorales, las que además ni se molestan en elaborarlos. A esa estructura, hace décadas la academia, la investigación, las humanidades y las ciencias le importan un bledo.
Con Augusto Monterroso se puede decir: “cuando despertó, todavía el dinosaurio estaba allí”. Cierto, el claustro estaba allí, sin haber experimentado la menor mutación. Lo de la cocinera conferencista en la academia sólo fue un sueño desagradable de los falsos académicos. Los auténticos hacen su trabajo, investigan, crean, escriben y publican, a pesar de aquellos que han hecho de la universidad una rebatiña de puestos, privilegios y prebendas.
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