Hace un par de años leí una crónica conmovedora del mexicano Juan Villoro sobre el fútbol. Relata el autor que los mayas inventaron un juego de pelota, una especie de balompié precolombino que se juega con las caderas, y en el cual participan dos equipos. Hay indicios de que algunos de estos certámenes eran a muerte, pero hay algo que todavía no se ha podido establecer: nadie sabe si el equipo que era sacrificado en formidable ceremonia era el que perdía o el que ganaba. En el fondo del alma de cualquiera crece irremediablemente el deseo de que se cumpliera entonces nuestra lógica occidental: los vencedores no merecen la muerte; los perdedores, tal vez.
Escribo esta columna horas antes de la jornada del jueves 19, es decir, antes de conocer el desenlace del forcejeo allá en el Consejo de Seguridad de la ONU, si es que hubo ya algún desenlace. Poco o nada en lo absoluto me preocupa si el resultado de la puja fue o será a favor o en contra de Venezuela. Seré más claro: si algo llega a preocuparme no es el que Guatemala o quien sea nos propine una “derrota diplomática”, sino el que la delegación de Venezuela alcance para nuestro país el maldito puesto en el Consejo de Seguridad. Creo que para el país hay algo más importante que defender allá en la ONU y donde sea, y es el honor. Más claramente: no tengo ni poder ni derecho a solicitar que se envíe a los “ganadores” a la pira de los degollados, pero si Venezuela consigue ese escaño en la ONU me voy a empezar a arrechar con este Gobierno. Razones y motivos, a continuación.
La diplomacia es, por naturaleza y por definición, la sublimación de la hipocresía, la institucionalización de la falsedad, el triunfo de las formas sobre los sentimientos y procederes humanos más genuinos. No es fácil explicar eso de “las formas”, pero se le puede llegar por esta ruta: en el ámbito de las relaciones sociales, el sinónimo más cercano de forma es “manera”. Ser formal: amanerarse. Amanerado: tipo que quiere ser, pero que como no puede (porque es contranatura o porque esas operaciones son caras y riesgosas) entonces se contenta con parecer. La diplomacia es un sistema impuesto por las potencias y por la aristocracia internacional. Mediante ese procedimiento, los representantes de los países pobres deben parecer franceses o ingleses, bajo riesgo de fracasar en las relaciones internacionales. Un diplomático venezolano que parezca venezolano es una equivocación, un desperfecto, una provocación imperdonable para la “comunidad de naciones” (así llaman a ese club de viejos verdes y apátridas que es la diplomacia mundial). De ese artificio se valió un mamagüevo como el Milos Alcalay para rumbearse los reales del servicio exterior durante largas décadas. Nadie como él para venderse como el diplomático ideal. Porque lo es: los diplomáticos del mundo lo adoran porque logró despojarse de todo vestigio de venezolanidad para convertirse en uno de ellos.
Ser diplomático equivale, en su singular código de valores, a “civilizarse”, a bajar de las ramas donde vivimos el resto de los monos que no sabemos comer con cubiertos de plata porque nos pican las encías. Interesados, buscarse el libro La Fiesta del Embajador, de Argenis Rodríguez. Yo he llegado a oír con estos sucios tímpanos que es una vergüenza para Venezuela tener de canciller a un sujeto que no habla inglés ni otro idioma que no sea la lengua malandra. Y se lo oí decir a unos vergajos que ni el castellano saben hablar. La sensación es la misma que sentí por allá en el 88 (lo juro por mi madre) cuando me enteré de la indignación nacional porque Jaime Lusinchi se llevó a Blanca Ibáñez para España y allá pasó una vergüenza. Sucede que el hotel donde iban a alojarlo era sólo para presidentes y esposas de presidentes; Blanca, pa’fuera. Pues Lusinchi decidió mudarse para otro hotel con su culo. Yo hubiera hecho lo mismo. Pero aquí una cantidad de hipócritas, tipos que con mucho gusto se cogen o les gustaría cogerse a sus secretarias, dijeron morirse de la vergüenza porque “imagínate, qué irán a pensar de nosotros en la culta Europa”.
A ver, ¿qué van a pensar, maricones? ¿Que en Venezuela somos borrachos, montamos cachos y que a las secretarias las seducen los hombres poderosos? ¿No les parece el colmo del comemierdismo y la hipocresía simular indignación en un caso como ése? ¿A quién creen que engañan? *** La primera “derrota” internacional de Evo Morales tuvo lugar en la corte española, porque la diplomacia establece que todo el mundo debe comportarse como blanco europeo y ese indio tuvo la osadía de presentarse ante los reyes de España vestido con un trapo made in el altiplano: indio orgulloso, indio raspao como diplomático. Como en los partidos de pelota prehispánica maya, Evo ganó la pelea de la dignidad pero fue sacrificado por los convencionalismos. Evo no está muerto pero lo están cocinando. El “qué dirán” internacional no acepta que las personas sean como son sino como ordena el canon mundial de la aristocracia, ese motor decadente mediante el cual se comunican los Gobiernos. ¿Recuerdan el beso que le zampó Chávez a la reina Margarita? Todavía hay quien se ruboriza al recordar el episodio. Como si uno no saludara así a todo el mundo en Venezuela. Un diplomático “exitoso” es alguien capaz de besarle las bolas al excelentísimo embajador de Gringolandia o de cualquier otro país, si esto le garantiza la concreción de un negocio o acuerdo, o si le hace ser aceptado en cocteles y reuniones.
Mucho de eso hemos visto en estos días de votaciones para el Consejo de Seguridad de la ONU. El ejemplo más gráfico y patético lo he visto varias veces en las pantallas de VTV, en incesante repetición: el momento en que Bolton, el embajador gringo, se acerca a la delegación colombiana y le dirige unas palabras a una joven representante de ese país hermano. Cuando Bolton se levanta la muchacha voltea hacia su compañero de asiento y pone una expresión entre el rubor, el codazo cómplice y la infinita alegría, la cual quiere decir: “No te llevo nada, guón: Bolton me dirigió la palabra”. Dije arriba que diplomático era sinónimo de hipócrita. Hay casos en los cuales significa ser auténticamente jalabolas. Esa diplomática colombiana no estaba fingiendo alegría ante el gringo: ella de verdad estaba feliz porque Bolton notó que existía (un voto es un voto, por más que sea).
Julio César Pineda dijo, después de la séptima ronda de votaciones, que “por cortesía diplomática” Venezuela debía retirarse y apoyar a Guatemala. Julio César Pineda sabe mucho de relaciones diplomáticas. Él conoce la importancia de bajar la cerviz en el momento indicado: en el fútbol maya, Pineda se hubiera dejado llenar de goles. La gloria y la muerte son para los ganadores. La pinga. Como dice la canción del Combo del Ayer: ¿Y si no reencarno na? ¿ah? Recomendación sana a los panas bolivarianos: dejen de estar creyendo que un triunfo diplomático es un triunfo del honor. Todo lo contrario. Guatemala se merece el puesto que aspira, pues su triunfo ha de ser la mejor demostración de que en el mundo de la diplomacia no gana el más justo sino el más jalabolas. Y ese tipo de medallas de cartón, mi hermano, yo no creo que las merezcamos ni que nos convengan.