Pasada la espectacularidad de la nominación al Oscar de la Academia de la película de Ciro Guerra, lo que motivó múltiples entrevistas y un inusual despliegue periodístico, más que merecido por el silencio y las condiciones desventajosas en todos los órdenes del cine nacional, incluidas las tributarias, frente al cine de las multinacionales, y leídas igualmente las noticias sobre Nilbio Torres (Karamakate) y Miguel Dionisio Ramos (Yauenku Miguee), actores naturales, es hora de señalar algunos aspectos que parecieran haber pasado a segundo plano.
Por supuesto compartimos la lectura poética y etnográfica. De la primera, la alta dosis de poesía que contiene la serpiente, metaforizada en la selva, que crea a los ríos y en ellos a los hombres y que así como los crea, los abraza y los destruye. No podemos olvidar que el mito es paralelo a la poesía, o mejor, que la poesía es el lenguaje del mito. De la segunda, el rescate de lo destruido por 500 años de genocidio y etnocidio. La resistencia de los saberes indígenas frente a una aculturación forzada que no ha parado desde la conquista. Saberes que en esencia plantean una relación no destructiva con la naturaleza. Pero estos elementos, importantes por sí mismos, deben acompañarse con otras reflexiones. Por ejemplo la Casa Arana. No parece el propósito de Ciro Guerra centrar su relato en este aberrante capítulo de la historia de Colombia y el Perú. Pero está ahí, como si dijera: aprecien el contexto así no lo escenifique. No podríamos entender a Karamakate sin la devastación producida en el Putumayo por esta fatídica Casa, que inició en 1901 en alianza con caucheros colombianos y que en 1907 abrió en Londres con el nombre Peruvian Amazon Rubber Company con silla en la bolsa de Londres, luego de haber expropiado violentamente a los caucheros colombianos, sus primeros aliados. Julio César Arana del Águila comerciante peruano, con el apoyo, la indiferencia y la complicidad de Rafael Reyes, presidente de Colombia de 1905 a 1909 y, socio de la firma Casa Elías Reyes y hermanos que en el siglo XIX explotó la quina en el mismo territorio, se apropió de un vasta región del Putumayo con centro en La Pedrera y desde allí extendió sus redes a Manaos (Brasil) e Iquitos (Perú). Para abastecer los mercados norteamericanos y europeos del caucho, necesario para las llantas de vehículos y bicicletas, para las telecomunicaciones (cable submarino), para la medicina e incluso para los zepelines, extendió una red de explotación del caucho o siringa que implicó la esclavitud de los indígenas por deudas, la tortura y la muerte para quienes no cumplieran con las cuotas de acuerdo a los montos estipulados, y la afectación en grado sumo de la naturaleza. No se ha establecido el número de indígenas muertos en La Chorrera y La Pedrera. Lo que sí se sabe es que fueron miles y que los sobrevivientes de la comunidades uitoto, andoque, bora y nonuya entre otras, que fueron sometidos por esta "empresa ejemplar" merecedora incluso de placa de felicitación otorgada por Reyes, cuando el Putumayo volvió al control colombiano fueron trasladadas masivamente al Perú. De nada valieron las denuncias del embajador de Inglaterra Sir Roger Casament, ni las investigaciones ordenadas por los Estados Unidos y el gobierno colombiano, sacudido por "La Vorágine" de José Eustasio Rivera. Arana, quien además argüía el carácter patriótico de su empresa, pues este territorio era peruano, luego de nuestra guerra con el Perú, gozó ampliamente de su fortuna e hizo una carrera política brillante. A nosotros nos quedó la desolación y lo más importante, uno de los máximos "sabedores" de la selva, que resistió enmontándose: Karamakate como símbolo de la resistencia. Lo que nos entrega Ciro Guerra con este personaje de ficción es el símbolo de los indígenas que huyeron a la selva para protegerse y proteger una tradición cultural milenaria.
Otro aspecto es la evangelización: Adelantada desde el siglo XVII por los jesuitas y los capuchinos y en el XIX y XX por capuchinos y franciscanos. El método preferido por todos ellos, con excepción de los jesuitas, fue la evangelización forzada, es decir la evangelización etnocida. Los niños y niñas eran secuestrados y llevados a los colegios misionales. Allí se les alfabetizaba en español, se les prohibía hablar sus propias lenguas y nombrar sus propios mitos y dioses y se les exigía, volverse cristianos.
Por último: Richard Evans Schultes investigador norteamericano, apoyado en los informes de Theodor Koch-Grunberg, tiene una obsesión: encontrar la flor llamada Yacuruna o Yacruña por los cocamas, flor con propiedades sicotrópicas superiores al yagé y propiedades medicinales hasta entonces desconocidas. Karamakate destruye las últimas que quedaban. ¿No es esta búsqueda una perfecta relación de lo que a partir del TLC con Estados Unidos, interesa a las multinacionales farmacéuticas?
No afirmamos ni negamos que Ciro Guerra haya tenido la intencionalidad de contextuar la historia de Karamakate, su larga resistencia, con estos aspectos que han marcado y marcan la historia de nuestra Amazonía. Pero están ahí: el genocidio de la casa Arana con el silencio cómplice del gobierno colombiano; la evangelización forzada, la Constitución del 91 declaró a los indígenas menores de edad bajo el protectorado de la Iglesia católica, es decir autorizó el etnocidio.