Alguna vez Umberto Eco simbolizó con tres nombres ejemplares, Platón, Aristóteles y Sócrates, las tres relaciones posibles entre los intelectuales y el poder.
Platón propuso que el Rey fuera filósofo, o al revés, que el filósofo (el sabio) fuera Rey. En otras palabras, proyectó un estado donde se identificara al Político con el Pensador. Tuvo la desgracia de conseguirse con un tirano de nombre Dioniso, que se tenía a sí mismo como filósofo y expulsó a su hasta entonces asesor platónico, porque no podía haber sabio más sabio que el Tirano. De paso, como explica Foucault, los tiranos de aquella época no tenían tan mala reputación como ahora. Simplemente eran aquellos cuyo éxito político, su poder personal total, se debía a su propio mérito, el cual también había que reconocérsele porque buscaban (y decían que encontraban) la verdad por sí mismos.
Aristóteles educó a Alejandro y éste siempre lo recordó con gratitud. Y ya. Los éxitos políticos y militares fueron de Alejandro y de nadie más. El Maestro suspiró en la lejanía. Metafísicamente. Siempre a los maestros y profesores nos alegra la fortuna y los méritos del discípulo. Tal vez porque sabemos que, de alguna manera, tuvimos la mano metida en eso. La mano, no: la palabra, la enseñanza.
Sócrates se puso a preguntarle a los poderosos de su estado, porque reconocía que él sólo sabía que no sabía nada. Como siempre, los poderosos asumían la actitud de que se las sabían todas, que se la estaban comiendo, pues. El Poder suele inflar y los egos hinchados ciegan. No era su culpa que esas preguntas atormentaran a los oligarcas y políticos que se encontraban con la fastidiosa preguntadera mayéutica socrática. Fue peor para él que los hombres del Poder evidenciaran que, contra su propia soberbia, tampoco sabían nada. Por ese fastidio, Sócrates fue condenado a muerte.
Por supuesto, uso aquí, como Eco, el concepto de “intelectuales” en un sentido cercano al de “autor”. Gramsci señalaba que todos los hombres usan el intelecto y son, en ese sentido, intelectuales, con la pequeña diferencia de que el intelectual es quien somete a reflexión y crítica sus ideas con cierto orden y sistema. Es decir, que sólo hay una diferencia de grado entre cualquier obrero y un escritor o filósofo. Cabría señalársele al gran teórico italiano que hace tiempo que la división social del trabajo separó, no sólo las clases, sino a los que trabajan con sus manos de los que lo hacen con su cabeza. Marx llamó la atención acerca de esto. O sea, que la diferencia es bastante más problemática que tener un rato dedicado diariamente a la reflexión. En todo caso, Gramsci, como buen leninista, pensaba que la revolución era una labor intelectual y cultural, tanto o más que militar o política. Por eso aquello de “intelectual orgánico”, que vienen siendo algo así como los encargados de conocer, reflexionar y pensar para planificar y organizar la propia clase en lucha.
Por una razón que no me gusta saber, hay un prejuicio antintelectual en muchos altos burócratas del gobierno. Justamente los mismos compañeros que adulan y meten potes de humo hacia arriba, al tiempo que maltratan y desprecian hacia abajo de la pirámide burocrática. Justo esos, son los que más desprecian a los “intelectuales”. Lo curioso es que a veces se presentan ellos mismos como “intelectuales”. Una versión subdesarrollada del tirano Dioniso, el discípulo de Platón.
Ojalá que Gramsci se impusiera y convenciera a esos burócratas de que la revolución es un asunto intelectual, muy intelectual. En el sentido de autores. Que tiene que ver con libros escritos y leídos, y asimilados, y discutidos, muy discutidos. En el sentido de estudio. Incluso en el sentido de refinamiento, que esto no riñe con la humildad y la bonhomía. Mucho menos con la solidaridad socialista. Al contrario. La adulancia hacia arriba y el maltrato hacia abajo, sí que está reñido con la inteligencia y con la Revolución. Como Globovisión, pues.
Digo, porque si no, no nos quedará otra que hacernos unos Sócrates fastidiosos y preguntones.